Opinión | Las cuentas de la vida
La guerra que sabíamos que llegaría
Creo que no hay guerra más peligrosa que aquella que parece inevitable. La de Israel e Irán, por ejemplo. Desde hace décadas, la posibilidad de un conflicto abierto entre ambos países flotaba en el aire como una profecía inexorable, con sus altos y sus bajos. Hace precisamente diez años, a raíz de la firma en Viena del acuerdo nuclear con Teherán —uno de los últimos éxitos en política exterior del presidente Obama—, se abrió una ventana para la paz, que muy pronto se malogró. Recuerdo que en aquel momento, leí los ensayos del historiador inglés Michael Axworthy —A History of Iran y Revolutionary Iran: A History of the Islamic Republic— para intentar entender las raíces históricas del conflicto y las características políticas y culturales del chiismo iraní. También apareció entonces un ensayo muy interesante del escritor y pacifista israelí Ari Shavit, que publicó entre nosotros la editorial Debate, Mi tierra prometida. Poco después, Shavit tildó el acuerdo con Teherán como el mayor error cometido por los EEUU desde las guerras de Afganistán e Iraq, advirtiendo acerca de la posibilidad de un Oriente Próximo nuclearizado (su padre, por cierto, había participado como científico en el desarrollo de la bomba atómica israelí, que utilizó tecnología francesa). Shavit se preguntaba acerca de lo que supondría el acceso a los maletines nucleares por parte de naciones que financian el terrorismo internacional.
Desde entonces diríamos que cada paso que se ha dado se ha visto marcado por la inevitabilidad bélica. Razones de supervivencia política, odios enquistados, equilibrios y desequilibrios del poder regional, terrorismo y conferencias fallidas de paz, todo ello unido a la emergencia de nuevos imperios globales con su propia red de alianzas y al fracaso de Occidente a la hora de favorecer la paz en Oriente Próximo escriben una larga crónica de decepciones.
En algún momento, no sé cuándo, terminará también esta guerra. ¿Qué mundo saldrá de ella? Si algo nos ha enseñado nuestro siglo es la incapacidad de imaginar un desenlace que no sea en cierta medida peor que el anterior. O, al menos, no mucho mejor. Este ha sido el ejemplo de muchos países donde el cambio de régimen impulsado por una acción militar se ha convertido en el preludio de una peligrosa tribalización. Un peligro, por otro lado y a una escala completamente distinta, al que ni siquiera son ajenas las sociedades occidentales: en forma de corrientes populistas o de enfrentamientos civiles de baja intensidad.
¿Se propone Netanyahu derrocar a los ayatolás o simplemente retrasar el programa nuclear iraní? ¿Qué piensa realmente Donald Trump? ¿Le interesa a China (y a Rusia) mantener una especie de proxy war en Oriente Próximo que vaya erosionando los arsenales estadounidenses y alejando el foco de interés de la guerra en Ucrania y las tensiones en Taiwán? ¿Qué piensan hacer Khamenei y la guardia revolucionaria? Hay demasiadas incógnitas y demasiadas heridas, demasiada desconfianza.
La guerra que parecía inevitable finalmente ha llegado y toda la geografía política de Oriente Próximo empieza a adquirir un rostro distinto. Diríamos que el 7 de octubre de 2023 fue la mecha que lo prendió todo. Y muy pronto, ya sean meses o años, habrá que pensar en un futuro que no repita los errores del pasado.
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