Opinión | Crónicas galantes

Corrupción, prostitución y otros hábitos del montón

Uno de los efectos secundarios del caso Ábalos va a ser la abolición de la prostitución en España.

Escandalizada por la afición de los investigados a las meretrices, la ministra de Igualdad, Ana Redondo, planea ya para septiembre una ley que prohibirá los tratos carnales remunerados. Es dudoso que eso vaya a quitar del vicio a los putañeros gubernamentales o de cualquier otro rango, pero al menos se agradece la intención.

Lo que ahora pretende Redondo no es, en puridad, cosa nueva. La erradicación por ley de la prostitución había sido aprobada ya en el último Congreso Federal del PSOE, si bien se trataba de una mera declaración de intenciones. Hasta que los audios eróticos conocidos estos días han estimulado el celo legislativo del Gobierno.

La prostitución no está prohibida, pero tampoco regulada en España, lo que la convierte en un oficio atípico. Las víctimas de este comercio de carne humana no ejercen una actividad legal ni ilegal, sino todo lo contrario. Viven en un limbo alegal.

Por más que algunos voluntariosos las llamen trabajadoras del sexo, lo cierto es que son invisibles a los ojos de Hacienda y de la Seguridad Social. No pueden consolidar derechos laborales ni cobrar pluses de penosidad por la práctica de un oficio generalmente penoso como el que se ejerce dentro —o fuera— de los burdeles. Tampoco pueden contribuir como autónomas al Tesoro Público.

De ahí que una corriente de opinión abogue por legalizar el trabajo de las prostitutas para sacarlo de la alegalidad que favorece a los proxenetas y a las mafias transnacionales dedicadas a lo que antaño se conocía como trata de blancas.

La fórmula contraria, elegida por el Gobierno, consistirá en abolir la práctica del oficio; aunque la experiencia sugiere que esa no es tarea fácil.

Lo intentó la II República en el año 1935 con un decreto de supresión que el franquismo derogaría tras la guerra. Fue regulada y tolerada hasta el año 1956, cuando el régimen cambió de opinión y la ilegalizó por decreto. No parece que ninguna de las dos medidas —la republicana y la franquista— tuvieran precisamente un éxito notable.

No hay acuerdo al respecto. En algunos lugares —los Países Bajos, por ejemplo— el Estado convirtió a las prostitutas en contribuyentes mediante la legalización y regulación del comercio carnal. Otros —es el caso de Suecia, Noruega o Francia— tomaron la vía contraria al dictar leyes que hacen de la prostitución un delito, si bien se castiga únicamente a los puteros y en ningún caso a las mujeres que venden sus servicios.

Al final, puede que ocurra con esto de prohibir el puterío lo mismo que decía el sargento del chiste a sus reclutas sobre la trayectoria de los proyectiles. «Caen por la ley de la gravedad; pero aun si la gravedad no existiese, caerían por su propio peso». Hay quien sostiene, en efecto, que abolir la prostitución es empeño tan inútil como el de impedir por ley la caída gravitatoria de las manzanas.

Otro tanto sucede con la corrupción, que todos los gobiernos dicen combatir: y ahí sigue, tan pancha. Se conoce que hay costumbres imposibles de erradicar.

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