Opinión | Crónicas galantes

Un imperio es un imperio

Un imperio es un imperio. Si su jefe ordena parar una guerra —aunque sea por un ratito—, la guerra se para entre Israel e Irán. Si les manda a sus provincias gastar más en armas, los aliados aprueban más gasto. Y hasta aplauden con los pies, como el secretario general de la OTAN que se deshizo en extraños piropos a Donald Trump. «¡Europa va a pagar a lo grande!», le dijo el holandés Mark Rutte, que por lo visto debe de ser asiático o americano. O un europeo arrepentido, quién sabe.

Es normal. Después de todo, la moderna Roma con capital en Washington dispone de tantas flotas de guerra como mares hay en el mundo. Los demás países han delegado en USA —a ver qué remedio— la policía de los océanos que garantiza el vital comercio de mercancías.

Tienen los americanos, además, los aviones más grandes, las bombas de mayor peso y la capacidad de dejarlas caer donde les plazca, aunque el enemigo esté situado a muchos miles de kilómetros de distancia.

Lo alarmante, si acaso, es que toda esa espantable máquina de guerra esté ahora mismo bajo el mando de un emperador más dado a moverse por las emociones que por la razón. Pero, en fin: también Roma tuvo sus Nerones y sus Calígulas.

No solo se trata de la fuerza, por lo demás. Al formidable poderío militar de Estados Unidos hay que sumarle su poder blando, pero no por eso menos influyente. Más que los portaaviones, submarinos y misiles, es la facilidad para exportar su cultura lo que ha fundado la expansión del imperio americano.

Baste ver la rapidez con la que Europa ha asumido como propias las costumbres típicamente yanquis del Halloween o del Black Friday, por citar solo las más recientes. O la colonización de los cines del planeta por las películas de Hollywood.

Un poco obcecados con Trump, que se representa mayormente a sí mismo, muchos europeos han dado en creer que los americanos en general son gente simple y de pocas luces, como su presidente. Advertía Borges a este respecto que no es apropiado confundir a las naciones con quienes las gobiernan. Y acertaba como casi siempre.

Si los Estados Unidos han llegado a ser un imperio comparable al romano, algo tendrán que ver con eso la imaginación y el talento que tanto desprecia Trump. A ellos les debemos la invención de internet, la bombilla, el aire acondicionado, el avión, el ascensor, el rollo de papel higiénico, los ordenadores, el láser, el microchip y tantas otras cosas prescindibles.

Azares de la Historia han facilitado que su actual presidente —y emperador del mundo— sea un nacionalista tan simplón como cualquier otro que llegó al poder vendiendo la idea de que «el mundo nos roba». Con la feliz excepción de España, casi todos los gobiernos europeos se la han comprado, aunque tampoco pasa nada. Tanto Sánchez como sus colegas han firmado un compromiso de gasto militar que luego cumplirán o no, según vaya la economía y la salud del propio Trump.

Otros emperadores vendrán hasta que el imperio americano entre en declive, como en su día ocurrió con el de Roma. Mientras eso no ocurra, habrá que acostumbrarse a los sobresaltos.

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