Opinión

Recuerdos

En una misma semana, he escuchado a dos personas hablar sobre la memoria y los recuerdos. Una psicóloga contaba en la radio cómo nuestro cerebro pone en marcha ciertos mecanismos de protección y borra vivencias traumáticas. Es mera supervivencia. Conozco a personas que han eliminado años enteros de sus vidas para evitar revivir sucesos traumáticos.

Me llama la atención escuchar a dos individuos resumir una experiencia compartida. Un mismo hecho suele tener dos versiones, que pueden llegar a ser dispares. «Cómo me ha gustado salir a cenar con Pepe, porque ha sabido respetar mis silencios» y «¡Vaya con Pepita! Qué poca conversación tiene la chica», podrían ser las dos caras de una misma moneda.

Días después de escuchar cómo nuestro cerebro nos protege aniquilando recuerdos dolorosos, he disfrutado oyendo a Isabel Allende reflexionar sobre su vida. Cuenta la escritora que ha olvidado el 90% de lo que le ha sucedido y que el 10% restante, ese porcentaje que sí recuerda, no sucedió tal y como ella lo rememora. El tesoro de su memoria son las cartas que su madre y ella se escribieron a lo largo de más de seis décadas. Un total de 24.000 epístolas en las que anidan todas esas anécdotas, vivencias, emociones e historietas que acaban componiendo nuestro mapa de vida y lo que somos. El material sobre el que construir una trayectoria vital.

Si pudiésemos elegir algunos recuerdos de nuestra vida, ¿con cuáles nos quedaríamos? A esto le doy vueltas, últimamente, entre atasco y atasco en carretera. Voy a omitir, para no parecer una madre, hija, nieta o hermana demasiado plasta, los momentos y lugares relacionados con mi familia, porque podrían llegar a superar las 24.000 cartas de Isabel Allende. Y no es plan.

Una excursión por un bosque tropical, donde escuché cientos de cantos de distintas aves, vi flores que eran obras de arte, anduve sobre lechos de hojas secas del tamaño de seis calabazas juntas, flipé con los monos brincando de rama en rama y vi troncos gigantes caídos y podridos, convertidos en madrigueras de animales, cuyos nombres soy incapaz de recordar, y en soportes para telas de araña gigantescas y coloridas. Todo era armónico, se regeneraba, era cíclico y tenía un sentido.

Estábamos en el colegio, sentados en las gradas y comíamos bocadillos de sobrasada. Era la hora del recreo y, de repente, él acercó su mano a mi cuello y lo rozó. Fue nada, unos segundos y sólo me tocó con las yemas de sus dedos, pero noté, por primera vez, una descarga. La descarga que todo lo pone en marcha. El amor y el deseo. Vaya momentazo. Ése también lo selecciono y lo rememoro.

Que nos perdonen las fuerzas de seguridad del Estado, pero allá por la década de los 90 nos metíamos más de cinco personas en el coche de mi amiga Mercedes, que era la única que tenía carnet. Guardaría un viaje en concreto. Sudadas hasta las cejas y sin parar de reír. Cada palabra era un estallido de carcajadas. Ese trayecto me dio serotonina para una década.

Percibir el sentido de la vida y conectar con la naturaleza, amor en sus múltiples facetas, sentir pasión por algo o por alguien, amigos con los que compartir y sentirse acompañada. Vuelvo al atasco infinito y a seguir indagando en mi memoria.

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