Opinión
Eurodisney, capital de Francia
–¿Capital de Italia?
–Roma.
–¿Y de Argentina?
–Buenos Aires.
–¿Y de Francia?
–Eurodisney.
Efectivamente, estamos en el parque de Disneyland París, jugando a las capitales de países con nuestros dos niños para matar el tiempo. Su respuesta, el hecho de que consideren que la capital francesa no es París, sino su parque de atracciones, es brillante (¿quién es Balzac, comparado con Goofy?), pero la cola no premia su audacia.
Hemos llegado antes de que abrieran. La consigna era clara: había que hacer cola fuera para poder hacer cola aquí. Aquí es en la atracción de Peter Pan y la previsión de espera, pese al madrugón, es de 90 minutos. Me armo de paciencia para aguardar la entrada en el País de Nunca Jamás, pero lo que ronda mi cabeza es eso: nunca jamás (deberíamos haber accedido).
–Esto es el colmo del capitalismo, representa todo lo que alguna vez…—empieza a decir mi pareja.
–Es el mejor día de mi vida—zanja un segundo después nuestro hijo mayor.
No hay polémica: Disneyland París es la capital de Francia y el calor es psicológico, pese a los 35 grados que marca el termómetro. Pero la cola no avanza y empiezo a masticar una ironía: nos dirigimos a la atracción del cuento de los niños que no se hacen mayores, pero a este paso los críos de la cola van a envejecer mientras la hacen. En breve, perderán pelo y avanzarán las entradas, se escuchará el runrún de la máquina para el primer afeitado, les vendrá botando un balón y no sentirán las ganas de chutarlo, comenzarán a decir sandeces adultas como «hay que poner el dinero a trabajar» o «yo el dinero lo quiero en el campo y no en el banco» o «antes la música sí era música» o «quien no es comunista de joven, no tiene corazón; quien lo sigue siendo de viejo, no tiene cerebro». Quizá, incluso, su pena no sea que acaben de cerrar el carrusel de Dumbo por el calor, sino que se líe más en Irán o que tengamos como ministro de Cultura a un torero.
–Ultimamente, tenho passado por uma crise de caráter e identidade.
Oigo esto a mis espaldas y cuando me giro veo a un tipo de mi edad disfrazado de Buzz Lightyear. Le quiero decir a este portugués que le entiendo, pero parece que la cola avanza.
Me planteo si cerrarán el parque por el calor, pero recuerdo que la única vez que eso sucedió en EEUU fue cuando los yippies la liaron asaltando el barco de Tom Sawyer, fumando como locomotoras y repartiendo cuartillas subversivas disfrazados de Mickey.
Cuando alcanzamos la puerta de entrada, hemos esperado lo que dura un partido de fútbol. Pero lo que aún no sé es que la atracción dura lo mismo que una de mis canciones favoritas (Stay Free, de los Clash): 3 minutos y cuarenta segundos.
Subimos en el barquito, que primero entra en la habitación de la familia Darling y hasta el perro parlanchín, que hace de niñera, nos saluda. Luego salimos por la ventana y el velero se eleva para surcar el cielo enjoyado de la capital de Reino Unido (Londres, aunque yo podría contestar: los Abbey Road Studios). Vemos allá abajo el Big Ben y luego salimos disparados hacia el resto de paisajes de la aventura de la novela de Barrie: las sirenas o el buque de Garfio.
Hemos esperado hora y media para disfrutar de tres minutos y pico, pero yo me siento como el desgraciado de Noches Blancas, la novela veraniega de Dostoyevski, que suelta: «¡Dios mío! ¡Todo un minuto de felicidad! ¿Acaso es poco para toda una vida humana?».
Me ha parecido bonito y me ha puesto algo triste, que es lo que me pasa siempre cuando algo me parece bonito pero no siempre que algo me pone triste. Me ha recordado a esos anuncios de pólizas de seguro que resumen toda una vida en menos de un minuto y que, cuando acaban, te empujan a pensar en la senectud y la muerte.
A veces pienso que solo los niños y los jubilados piensan en lo importante: no están en edad productiva, así que tienen tiempo para ensimismarse, más allá de la agenda del día. Esto debería ser una columna de opinión seria, de algún tema candente, y, sin embargo, creo que envejecerá mejor que muchas otras. Una verdad tan irrebatible como que Eurodisney es la capital de Francia si aún puedes ver a un Goofy o a una Minnie en julio y no pensar en que alguien, ahí dentro, las está pasando canutas.
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