Opinión

Por mi culpa, por mi gran culpa

Días atrás, Rosa me contó que, desde que falleció su madre, en 2017, asocia con ella prendas de vestir. Lo hace en cualquier momento. Da igual dónde esté. Se fija en el vestido de la persona con la que se ha cruzado, o con la que ha entablado una conversación en el trabajo. Este último fue nuestro caso. Yo llevaba un peto de lino de rayas amarillas y blancas en el que Rosa se detuvo, su mirada, mientras me explicaba, con los ojos brillantes de esa emoción que no acaba en llanto pero conmueve, que su madre fue modista y por eso la ropa, su tejido, los colores, le lleva a un momento de su historia con ella, a un lugar de su memoria. Son recuerdos que Rosa, a la que su madre legó la costumbre de evocar a sus muertos siempre desde la alegría, no quiere perder, de ahí que se haya planteado escribirlos, preservarlos de la ferocidad del olvido. Hazlo, le dije, animándola a emprender un viaje que a mí me costó décadas afrontar, quizás siga en él.

A la confesión de Rosa, su sensibilidad, le sucedió otra en el almuerzo. El compañero con el que comía compartió conmigo la desazón que, aún hoy, años después de su divorcio, le causa creer que el menor de sus hijos lo pasó mal por su culpa, pues fue él quien decidió separarse de su mujer. ¿Tienes la certeza de que fue así?, le pregunté, tratando de ahuyentar de su mente un pensamiento que a mí me embarga desde el final de mi infancia. Por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa. Así comienza esa oración que, habiendo sido educada en el catolicismo, repetí hasta la saciedad en mi primera adolescencia, incluso en confesionarios a los que tuve que acudir para enumerar supuestos pecados. No recuerdo ni uno solo de ellos, pero sí la sensación de culpabilidad y el temor a ella siempre asociado, el miedo a consecuencias irreparables debido a mis actos o a mis pensamientos. Sentimientos, ambos, que, pese a mi fundado ateísmo, continuando estando presentes en mi vida adulta.

No le conté, a mi compañero, en ese almuerzo, que tengo un sueño recurrente. En él, mis abuelos, que fallecieron hace casi 25 años, están vivos, en su casa del pueblo, y yo llevo días sin llamarlos, estoy ausente, no cumplo con mi deber de cuidarlos, les dejo solos, desatendidos. Una ensoñación enraizada en la culpa que sentí cuando, en sus dos últimos años de vida, tuve que tomar la decisión de ingresarlos en una residencia —pisos tutelados, me repito para expiar el rastro del pecado—, pues mi hermana y yo vivíamos en Madrid, estábamos en la universidad y no podíamos ocuparnos de ellos diariamente. No es la única culpa anclada en el pasado que condiciona mi presente, incluso mientras duermo, si bien ahora, al menos, ya no me atormenta que mi madre muriera y yo sobreviviese.

Aquel día, de camino a casa, en una de esas calles en las que Madrid sigue siendo villa, una mujer regaba con una manguera el suelo empedrado. Esa imagen me condujo a mi abuelo. Era lo que él hacía cada tarde de verano, después de la siesta, para refrescar aquel patio que algunos llamaban corral. Mientras percibía el olor a piedra mojada, cerré los ojos y le vi, igual que Rosa sigue viendo a su madre. Levantó la cabeza del suelo, me sonrió y supe que nunca más volvería a tener ese sueño.

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