Opinión
Los canallas y la esperanza
Algunas críticas a la flotilla inciden en su carácter simbólico, considerándolo un ejercicio de arrogancia falsaria, incluso con dejes coloniales. ¿Por qué la voluntad de sus integrantes iba a ser más determinante que el grito agonizante de Palestina? Puede que algunos vídeos hayan alimentado la frivolidad o buscado más el autobombo que la suma de voluntades. Pero la evidencia apoya el triunfo del símbolo.
Basta con constatar las movilizaciones y el despertar de tantos jóvenes. Que sean la solidaridad y la justicia los motores de las manifestaciones y no la llamada a cazar migrantes es, sin duda, una buena noticia. Al menos, son conceptos más próximos a la esperanza que al desaliento devastador.
La crítica es siempre necesaria, pero las burlas denigrantes resultan más difíciles de digerir. Esas que buscan desprestigiar a los activistas y, por extensión, a todos los que exigen el fin del genocidio. La flotilla nunca fue a «pegarse un baño». ¿Hace falta recordar las nueve personas asesinadas en el abordaje de la flotilla Mavi Marmara en 2010? ¿O el ataque a la oenegé del cocinero José Andrés que mató a siete personas el año pasado?
Dos funcionarios de inteligencia estadounidense han corroborado que Netanyahu ordenó atacar la flotilla, se lanzaron drones desde un submarino y artefactos incendiarios. No hay «baños cuando se trata de Israel. Un gobierno que ha asesinado a decenas de miles de civiles y ha puesto en el punto de mira a periodistas, sanitarios y docentes. El mismo que ataca a los negociadores de Hamás en Qatar o al cuartel de las fuerzas de la paz de la ONU en el Líbano. Netanyahu es un peligro para el mundo y eso lo saben quienes le apoyan con inusitada ostentación. ¿Por qué solazarse, entonces, en la inmoralidad?
Los líderes canallas triunfan en el mundo. Se burlan de los valores que, hasta hace muy poco, parecían inamovibles y su incorrección resulta fascinante para muchos. Seducen porque provocan, porque se saltan las reglas, porque hacen lo que pocos se atreven. A través de ellos, sus partidarios pueden canalizar las ganas de dar una patada a lo establecido, a lo que duele. Y algo más. Cuando Trump dice barbaridades, asusta y escandaliza a unos, pero cautiva a otros porque entienden que la osadía es la demostración de un poder colosal.
Quizá ahí radica la fascinación. Cuando el mundo provoca inseguridad —bien porque uno se siente maltratado o porque se teme perder privilegios—, el matón promete protección. Es falso, claro, pero esa percepción también interpela a una izquierda que no consigue ofrecer el suficiente amparo.
Si Netanyahu es derrotado —sea por la presión interna, la externa o por ambas— será mucho más que la caída de un genocida. Será el recordatorio de una enseñanza que la historia no deja de reiterar. Un líder —un régimen— puede ser capaz de envenenar, incluso de acabar con un país, pero también tiene fecha de caducidad y, más pronto o más tarde, será juzgado con severidad por las generaciones venideras. Al menos, que de tanta sangre derramada brote la esperanza.
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