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Opinión | Verdiales

Sigo aquí, sigo aquí, sigo aquí

En casa no solemos prestar atención a la televisión. Apenas la vemos, solo los telediarios nocturnos y no siempre, hay días que no tenemos estómago, ni fuerzas, ni ganas. Pero esa noche, la del pasado domingo, nos mantuvimos en el sofá, sin levantarnos, ni siquiera para recoger la mesa tras haber cenado algo más pronto de lo habitual, durante una hora, la que duró el episodio de Salvados que protagonizó la escritora Elvira Lindo. «No lo veré, así que ya me cuentas», me había dicho ella un par de días antes. Y eso hice, nada más acabar el programa. «Pues ha sido bien bonito, y emocionante», la escribí. Tenía aún un nudo en la garganta. Se me formó después de la última escena, grabada en lo alto de Ademuz (Valencia), el pueblo de su infancia, con el cementerio en el que están enterrados sus padres detrás y una luz preciosa, cálida, inundándolo todo, también a los muertos, y sus recuerdos. Gonzo, el presentador del programa, la preguntó si alguna vez se había hecho daño a sí misma, y esto le contestó Elvira: «Sí, alguna vez, y mucho. Por ejemplo, cuando veo una altura así, en momentos de desesperación soy impulsiva, y pienso: ¿me podría tirar? Y luego siempre sale algo que me lleva a luchar y a seguir. Pero en Nueva York conseguí que en un piso 25 me pusieran unas vallas en la ventana». «¿Por qué?», quiso saber el periodista. «Porque me da miedo. Las personas impulsivas tenemos que protegernos a veces de la enemiga que tenemos dentro, nunca va a pasar nada, pero tienes miedo». Un miedo que, según confesó, ahora está menos presente en su vida, pues ha logrado rebajar esa impulsividad. Además, Elvira vive, también, para proteger a quienes más quiere y, por eso, no se piensa marchar. Punto final. A la mañana siguiente, todavía con el recuerdo de aquellas últimas palabras, de su trasfondo, de todo lo que revelaban y ocultaban, una amiga me pidió que la llamara. «No me pasa nada, es comentarte una cosa». Lo hice de inmediato y, entonces, me contó que una conocida suya acababa de suicidarse. Se había tirado desde el balcón de su casa, en Madrid. Yo me acordé de Elvira, de su impulsividad, en la que puedo reconocerme fácilmente, y de su temor, que llevo años sin experimentar pero sé que está ahí, agazapado, a la espera de que la enemiga que hay, igualmente, dentro de mí vuelva a tomar el control, la deje hacerlo de nuevo. Aunque la frase que más recordé mientras trataba de pensar qué decirle, algo que no sonara hueco ni manido, fue «No me pienso marchar», reflejo del profundo compromiso con esas otras vidas que dependen de la nuestra. Mi amiga, impactada por la noticia que acababa de recibir, empezó, asimismo, a sentir la inquietud, tan perturbadora, del miedo a que su cabeza, en un momento irreflexivo, de desesperación, la llevara a saltar, como en aquel ataque incontrolable de vértigo que a mí me hizo bajar a culadas desde lo alto de la Torre Eiffel. Durante la breve conversación telefónica que mantuvimos, fui incapaz de darle una respuesta alejada del cliché, hay que vivir la vida, ya sabes, es lo único que tenemos. Lo hago ahora, con esto que escribió Sylvia Plath en La campana de cristal: «Respiré hondo y oí la consabida fanfarronada de mi corazón. Sigo aquí, sigo aquí, sigo aquí».

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