Opinión | Décima avenida
Erradicar a Hamás
Hay muchos motivos, casi 70.000, para apoyar el plan de paz de Donald Trump, que ya se ha traducido en el anhelado alto el fuego en Gaza, sin duda la mejor noticia en la zona en dos años. Tantos motivos como las víctimas combinadas entre israelís y palestinos desde los atentados terroristas del 7-O. Es sabido que la paz no es tan solo ausencia de violencia, pero detener el horror es imprescindible. Hamás parece entenderlo así y por ello ha aceptado el planteamiento de la administración Trump, aunque haya quien crea que equivale a una rendición: pérdida de poder en Gaza y entrega de armas. En la órbita propalestina se subraya que tras dos años de fuego, hambre y muerte, un Binyamín Netanyahu señalado como genocida en muchos lugares del mundo necesita un acuerdo para liberar a los rehenes y desarmar a Hamás, porque su Ejército, pese a destruir Gaza y cometer una masacre indescriptible, no lo ha logrado. Es una forma de verlo. Otra es que difícilmente el movimiento islámico podría justificar ante los palestinos que no acepta el fin de tanta muerte y destrucción.
Ser pesimista o escéptico suele ser la forma más realista de abordar los asuntos de Oriente Próximo. Hay muchos y variados motivos para mirar con reservas el plan de paz de Trump. El principal: que no es un plan de paz, sino un acuerdo entre potencias para repartirse el territorio palestino bajo la lógica de la fuerza bruta y del desarrollo inmobiliario, que recuerda a los planes de reconstrucción diseñados en centros de convenciones de Houston para el nuevo Irak mientras los aviones de George Bush bombardeaban Bagdad. Un protectorado dirigido por un consejo de administración en pleno siglo XXI: ideas viejas disfrazadas de nuevas.
Hay más razones para el escepticismo: los palestinos no han participado en la elaboración del plan; su desarrollo depende de Israel, y esta historia ya se ha vivido antes y su final es conocido; ni Netanyahu ni sus socios tienen más incentivos que la presión de Washington para respetar un plan en el que no creen y que no coincide con sus intereses políticos ni con el proyecto de la facción sionista hoy mayoritaria en Israel; se presenta como un logro que en pleno siglo XXI no se expulse por la fuerza a centenares de miles de personas de su tierra; deja al movimiento palestino sin interlocutor político, y los vacíos siempre los llenan los radicales; no hay rastro de palabras como justicia, reparación, reconciliación o perdón tras dos años de sufrimiento extremo; el texto parte de la falsa asunción de que el conflicto comenzó el 7-‑O; y, last but not least, Tony Blair, cuya gestión como enviado especial para Oriente Próximo del Cuarteto (2007-2015) demostró su escaso ascendente en la región, con un éxito perfectamente descriptible en su misión de promover el desarrollo económico y la paz en los territorios ocupados palestinos. Como se dice ahora, las calles —en este caso, las palestinas— recuerdan a Blair.
Mucho se ha debatido sobre las motivaciones de Hamás para acometer el horror del 7-O: la vinculación con Irán o la estrategia suicida de desnudar ante el mundo el carácter genocida del Estado de Israel son algunas de las teorías más extendidas. Lo cierto es que el balance, dos años después, es desolador: Gaza destruida; decenas de miles de palestinos asesinados; la cúpula política del movimiento islámico, descabezada; su feudo, arrasado. Aun así, Hamás está lejos de ser erradicada porque, como sabe bien Israel, eso no es posible.
Esta historia ya se ha visto antes: un movimiento palestino —llámese OLP, ANP o Al Fatah— llega a un acuerdo con Israel en posición de debilidad y percibido como injusto por amplias capas de la sociedad palestina. De inmediato surge la oposición radical —llámese Hamás o la Yihad Islámica—. Hamás tal vez entregue las armas, pero difícilmente otro movimiento radical no ocupará su lugar, y más después del infierno en que Israel ha convertido Gaza. Los palestinos no olvidarán lo sucedido por generaciones, y es fácil imaginar el resentimiento acumulado. Hamás puede desaparecer, pero la idea y la llama de la resistencia —también la violenta, también la terrorista— no lo harán mientras persista la ocupación en cualquiera de sus formas. Que un protectorado es una vieja herramienta de ocupación no es escepticismo: es realismo.
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