Opinión | La Calle Nueva
El mundo de ojalá
Parece que este mundo de ojalá en el que se ha convertido el universo va a tener una guerra menos. Ojalá. Es una pena muy grande que ocurra esa chispa mortal que es el odio y que se tarde tanto tiempo en recorrer hacia atrás las maldades que llevan a la muerte a viejos, a jóvenes y a niños que han sido, y acaso seguirán siendo, parte de la barbarie en Oriente Medio, cuyo epicentro, Israel, no ha mostrado ni piedad ni perdón sino exactamente todo lo contrario.
En los últimos años ha sido Gaza, por citar ese bello lugar como metáfora general de Palestina, la que ha perdido día a día la aspiración noble de seguir con vida. Como un Vietnam de nuestros tiempos, una barbarie inolvidable y ruin, perpetrada por Hamás contra más de mil israelís, abrió paso al mayor genocidio de los últimos tiempos.
Israel no ha parado en su afán justiciero de venganza... En los tiempos de Vietnam sabíamos de todo más tarde, y terminaron siendo las películas, los corresponsales y el tiempo los que explicaron la horrible realidad: el grande no tuvo piedad sino rencor, deseo de matar, venganza u odio, o acaso diversión y gatillo.
Nos criamos en aquel tiempo. Ahora todo no es ya cinemascope, sino que es la terrible insistencia de los espejos que proliferan por el mundo, como una enorme cadena de televisión, la que nos va diciendo la innumerable estadística. La piedad no gana, es expulsada más allá del paraíso, y ni los niños ni los viejos han tenido tregua, como si todos hubieran estado marcados por la culpa de aquella noche fatal en Israel. Como si la culpa naciera con los que luego han sido masacrados en Gaza…
Ahora es posible que se desmaye la estadística y empecemos a ver cómo reconstruye el mundo que ha vencido el universo que ha roto. La piedad es un perdón que no ha de conocer límite, pero de eso no hay: no hay límite en el mundo de hoy para reconocer las maldades de cada uno, los que un día sufrieron, los que sufren ahora, que solo se recupera la vida en el sueño eterno, que mientras hay vida hay esperanza y que luego no hay nada, o nada que se sepa.
El universo que ahora ha estado bajo el ansia de la metralla seguirá ahí, sometido al horror que aspira a ser borrado de un plumazo. Ojalá. Hay esperando un universo entero, una pléyade de niños y de adolescentes que, antes de la noticia final (ojalá que así sea), tengan seguros el día y la noche como lugares en los que se oiga un ruido o un llanto y estos sean señales de nacimiento y no de muerte.
Dos años después, como si la metralla fuera marcada por un reloj de piedra, se ha abierto la posibilidad de acabar con la cotidiana voluntad israelí de matar que se ha llevado por delante a miles de niños, jóvenes, viejos, alcanzados por un alud incesante de metralla.
Es imposible sustraerse a la sensación de miedo y de pavor que hemos ido viendo (y seguiremos viendo, seguramente) en cualquiera de los medios que, contritos o vacíos de bondad, han explicado, muchas veces sin palabras, la esencia de esta guerra verdaderamente mundial.
Ahora se está sembrando una posibilidad. La vemos en las portadas de los diarios, en la cara de asombro (es su cara también) de Donald Trump, que parece sorprenderse de lo que él mismo organiza, y la vemos también en los que, en Israel y en Palestina, aguardan a que lo que venga (ojalá) no sea tan solo la paz sino el perdón, y que este no sea una figuración sino una nueva pasión del mundo: el abrazo.
Es una utopía. Guerras así, contra unos y contra otros, han estado acechando, y nos acecharon también en este país en el que escribo. Ahora aquí hay carreteras y árboles, niños y escuelas, estadios y cines maravillosos, universidades y noches de alegría, médicos y hospitales. Seguramente mis padres y los que vinimos luego sentimos que aquella guerra nuestra que duró más de cuarenta años iba a sucumbir, por fin, mientras nuestros antepasados rezaban la palabra «ojalá».
Ahora nosotros vemos de lejos eso que ocurre en Palestina. Vemos negociadores apresurados, grandes mandatarios en pos de su propia medalla, y sentimos que algo de esto que estamos viendo fue en un tiempo nuestro propio pasado. Ojalá que aquellos cuarenta años nuestros no sean una metáfora del futuro que ahora les aguarda a los que penan en Palestina, o en Israel, o en cualquier parte donde halle su asiento la maldad. Ojalá.
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