Opinión | Crónicas galantes
El que manda, manda
Ni flotillas, ni manifestaciones tumultuarias, ni gretas, ni —por supuesto— las Naciones Unidas. El único capaz de parar una guerra es el emperador del mundo, cargo que a la sazón ocupa el impredecible Donald Trump. Véase el presente caso de Gaza, aunque en el de Ucrania no le fue tan bien con su colega Vladimir Putin.
«Llegó el comandante y mandó (a) parar», reza una conocida estrofa del cantautor Carlos Puebla en la que alude a Fidel Castro, jefe de la revolución cubana. Lo que Castro paró fueron los casinos y la diversión en general, que allá a finales de los cincuenta estaba en manos de los americanos. También afrontó con éxito una invasión de su isla patrocinada por Estados Unidos, lo que sin duda constituye una excepción, junto a la de Vietnam y alguna otra.
Fuera de esas rarezas, lo normal es que USA, moderna Roma, se encargue de gobernar el mundo. Son los presidentes americanos quienes tienen la patente de parar e iniciar guerras a su antojo, por más que las tareas de pacificación estén confiadas a la ONU, órgano famosamente inútil.
No solo se trata de que los Estados Unidos controlen con sus siete flotas la navegación mundial. Garantizan así la libertad de comercio, a la que vez que proyectan su fuerza militar sobre cualquier lugar del planeta.
Disponen, además, de bases para sus legiones en todo el mundo: desde Japón a Catar y, por supuesto, España. Son tantas que nadie consigue citar su número exacto; y hasta pudiera ocurrir que el propio Pentágono haya perdido la cuenta.
A ese contundente poderío hay que sumar aún el poder blando que les permite exportar su cultura, su lengua y sus costumbres a todas las provincias del imperio (e incluso a potencias enemigas como China y Rusia).
América no solo habla por la boca de sus cañones y misiles. También lo hace por medio de las teleseries, las películas de Hollywood que colonizan las pantallas de todo el mundo y su formidable poderío tecnológico. Lo mismo nos coloca un Halloween que un Black Friday, con el añadido de hacernos creer que son costumbres europeas de toda la vida.
Los americanos han teorizado incluso sobre las razones que fundan su destino imperial. Lo llaman «excepcionalismo», palabro que define la creencia según la cual los USA son una nación única y diferente a cualquier otra en tanto que fue fundada a partir de los ideales republicanos. Y, en efecto, su referencia de identidad es la ciudadanía en lugar de la etnia, la lengua y/o la estirpe que basa el origen de otros Estados.
Poco importa que el torpe nacionalismo de Trump, enemigo del libre comercio y del equilibrio interno de poderes, parezca estar poniendo en duda esas viejas tradiciones liberales que tanto enorgullecen —o enorgullecían— a los estadounidenses.
Ya sea Trump, Obama o Bush, lo que de verdad interesa es saber quién manda, como hacía notar Lewis Carroll en su Alicia a través del espejo. Aunque poco dado a esa o cualquier otra lectura, el emperador Trump acaba de dejarlo claro en Gaza. Los europeos ya lo sabíamos por experiencia.
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