Opinión
Ojos entrecerrados en el veinticinco aniversario de La Opinión

La ciudad, con niebla, en una fotografía tomada desde el monte de San Pedro. | M. Dylan
En la conferencia que dio Ortega y Gasset en el Paraninfo de la Universidad de Granada al celebrar su cuarto centenario afirmó que la vida es una faena que se hace hacia delante. Y añadió que, a veces, además de ir hacia delante, también se «conmemora»: se recuerda. Esto es, se vuelve a hacer pasar por el corazón algo que ya pasó por él, se «revive imaginariamente lo ya vivido».
Dice también el Maestro de los filósofos que «si nos analizamos mientras estamos entregados a la memoria, observamos que al rememorar bizquemos y que mientras recordamos con un ojo el pasado, con el otro seguimos atentos al porvenir, como refiriendo constantemente lo que fue a lo que puede sobrevenir».
La celebración del veinticinco aniversario de la publicación de la LA OPINIÓN A CORUÑA me obliga a «bizquear», a tener entrecerrados los ojos para recordar desde que llegué a dicha ciudad hasta el día de su celebración.
Llegué a La Coruña el 17 de enero de 1957, con diez años de edad, y recuerdo que en mi casa se recibían tres periódicos: el ABC y los otros dos periódicos de mayor circulación en la ciudad. Pero la oferta no era completa porque en el año 2000 se editó un nuevo diario editado en La Coruña que se refería a nuestra Comunidad Autonómica y a España. Era el periódico LA OPINIÓN A CORUÑA en el que, andando el tiempo, tuve el honor de escribir durante varios años.
En mi vida profesional, fui un profesor que dedicaba una parte importante de su tiempo a enseñar a los universitarios Derecho Mercantil. Pasado cierto tiempo caí en la cuenta de que el idioma que yo utilizaba para enseñar Derecho Mercantil formaba parte del idioma castellano y me decidí a escribir sobre otros temas de la vida.
Entonces no es algo que le suceda a todos los ciudadanos de España, sino sólo a los que, además del castellano, tienen otra lengua española, en nuestro caso, el gallego que es nuestra lengua oficial en Galicia. En efecto, Galicia es un espacio geográfico en el que se hablan dos lenguas: el castellano, que es lengua oficial del Estado y el gallego, que, siendo también una lengua española, es la lengua de la comunidad autónoma, según su Estatuto de Autonomía.
En una comunidad como la nuestra, hay ciudadanos, por tanto, ciudadanos que se expresan preferentemente en una sola de ellas, su lengua materna, aunque conocen la otra. Y los hay que son totalmente bilingües, manejan ambas con total fluidez. De esas dos lenguas, una es propia y específica de este espacio geográfico, en el sentido de que es la que se habla en él; y la otra es la que coincide con la común que usan la generalidad de los ciudadanos que conforman el ámbito geográfico más amplio en el que está integrado aquel. En el caso de Galicia, conviven el gallego y el castellano, siendo aquel el idioma específico y este el común de España.
El planteamiento que antecede pretende ser lo más respetuoso posible con todas las sensibilidades. Está hecho de manera puramente descriptiva, tratando de exponer la realidad sin ninguna connotación política o de otro tipo que trate de excluir o separar. El que un habitante de Galicia hable una sola de las lenguas o las dos es consecuencia en gran medida de su propia circunstancia vital. Hechos como el lugar de nacimiento y la familia de pertenencia determinan desde la misma infancia el uso predominante de una u otra lengua o de las dos. Y es la propia peripecia vital de cada uno la que acaba por influir en el idioma en el que se expresa habitualmente. Hay quien teniendo como lengua materna el gallego emplea en su vida diaria el castellano y al revés. Pero lo más frecuente es que la lengua materna acabe por determinar el idioma que uno habla en su vida diaria.
Si del uso del idioma paso al plano de los sentimientos, debo señalar que ser y sentirse gallego tiene más que ver con el lugar donde has nacido, en el que sientes que tienes ancladas tus raíces, que solo con la lengua en la que te expreses. Se es gallego porque uno se siente gallego. Y no hay nadie al que le hayamos encargado que diga quiénes son gallegos y quiénes no. No hay nadie que otorgue certificados de origen o procedencia. En lo que se siente cada uno no tienen cabida exclusiva la lengua o cualquiera de los otros espíritus excluyentes.
Más allá, pues, de cualesquiera otras connotaciones, ser y sentirse gallego es llevar Galicia en lo más hondo del alma. Lo cual, para los que nos sentimos profundamente gallegos, no es fruto de la lengua que hablamos como de circunstancias vitales tan profundas y reales, como ser el aire de Galicia el primero que respiraron nuestros pulmones; su luz la primera que impresionaron nuestros ojos; sus ruidos y los murmullos de su gente los primeros que despertaron nuestros oídos; y, en fin, su atmósfera la primera que rodeó nuestro cuerpo. Por eso, sentirse gallego no puede ser más que un gran orgullo, y presumir de ello es pagar una deuda imperecedera que se tiene con el lugar en el que iniciamos la dura profesión que es vivir. Si sentirse gallego es una impresión del alma, nada, incluida la lengua, ni nadie, salvo uno mismo, puede lograr que dejemos de considerarnos lo que realmente somos.
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