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Opinión

Ni empresaria ni política

Hace unos días compré los últimos tomates mallorquines de la temporada. Soy de las que comen tomates como quien come pipas y hablar de esa verdura (o fruta) es como hablar de diamantes. Una joya. La vendedora, una crack del marketing verde, me aseguró que el olor, sabor y textura eran inigualables. Me hice la interesante y le pregunté si las lluvias habían hecho mella en su calidad. Ella, que se percató de que tengo poco de agricultora, inspiró profundamente y me regaló media sonrisa diplomática. Mi vecina de compras, una mujer relativamente joven (es decir, como yo) decidió intervenir en la conversación: «Si no fuera por los aviones que sobrevuelan nuestras islas y que dejan esas estelas tan sospechosas, llovería mucho más», sentenció con un rictus serio como el de una patata. ¿Cómo? Pues eso. Me sentí fuera de juego de este mundo. La vendedora decidió apaciguar mis ánimos y justificar el comentario haciendo un aparte para susurrarme que su madre acababa de fallecer. El dolor permite comprender muchas reacciones.

Esta anécdota sucedió la semana en la que el presidente de la Confederación Española de Organizaciones Empresariales, Antonio Garamendi, se enzarzó con la vicepresidenta del Gobierno, Yolanda Díaz, en un rifirrafe dialéctico a cuenta del tiempo de permiso que una persona puede solicitar por el fallecimiento de un familiar. No soy empresaria, pero no hace falta serlo para intuir el coste económico que, para un negocio, supone la ausencia de un trabajador. Es fácil comprender que cambiar turnos, sustituir y recomponer plantillas son serios impedimentos para el día a día de una empresa que, casi siempre, está sometida a burocracias y gestiones sinsentido. No, no soy empresaria, pero sí hija, nieta y sobrina de personas que fallecieron en diferentes momentos de mi vida. Soy incapaz de decir cuántos días, meses o años necesité para recomponerme de las pérdidas. Con algún familiar viví el duelo durante el proceso de la enfermedad, con otros fue abrupto y me percaté del vacío con posterioridad y a otros aún les echo de menos. Lo que sí sé es que agradecí la sensibilidad, flexibilidad y complicidad en el entorno laboral. El «tómate tu tiempo para volver al ritmo normal». Está claro que estas actitudes bondadosas no pueden regularse con una normativa y que hay que poner razón, equidad y tempos a las relaciones laborales, pero habría bastado que el señor Garamendi fuese un pelín más empático para no levantar ampollas y para que, por qué no decirlo, nos cayese un poco más simpático a nosotros, los proletarios.

Y, mientras el presidente de la CEOE decía que la señora Díaz (la de izquierdas) tiene «ocurrencias» (a veces las tiene, reconozcámoslo), la señora Díaz (la de derechas) enviaba a las mujeres madrileñas a abortar a otro lado y se negaba a cumplir la ley y crear un archivo de objetores. No soy empresaria y tampoco política, pero sí soy mujer y prefiero no juzgar con tanta vehemencia a quien, sea por el motivo que sea y amparada por la ley, decide interrumpir su embarazo. Lo que menos necesita es escuchar un discurso chulesco, excluyente y enervado. Basta con ponerse en la piel del otro. Hacerlo a menudo aportaría sosiego. Y falta nos hace.

Postdata: Espero que mi vecina de compra de tomates se recupere pronto.

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