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Opinión

El superpoder de Trump

Los más veteranos, los que nunca le perdonaron ni le perdonarán a Felipe González la traición a aquello de «OTAN, de entrada no», mascullan entre dientes estos días: «Ojalá Trump expulse a España de la OTAN». Las amenazas del presidente de Estados Unidos al Gobierno español por la contribución económica a la Alianza Atlántica ya forman parte del paisaje: un día Donald Trump pide al presidente de Finlandia que expulsen a España del organismo de defensa, otro felicita a Pedro Sánchez en Egipto, en ese inenarrable happening en Sharm el-Sheij en que convirtió la firma del llamado plan de paz entre palestinos e israelís, y al tercero amenaza con imponer aranceles.

Que, en el marco del acuerdo entre EEUU y la UE, Trump no pueda imponer unilateralmente aranceles a ningún país europeo no parece importar en la conversación. Con Trump se ha suspendido el principio de realidad hasta el punto de que el presidente de la FIFA, Gianni Infantino, aparece en la firma de un tratado internacional de primer orden entre mandatarios mundiales y parece lo más normal. Trump está perfeccionando un superpoder que lo lleva a una nueva dimensión: a su capacidad para inventar verdades alternativas se une ahora que son legión los que o bien se las creen o bien actúan como si se las creyeran. Ya no se trata de votantes redneck del cinturón del óxido que piensan que un multimillonario de Nueva York es el mejor defensor de la clase trabajadora media-baja, sino de líderes mundiales que han caído bajo su hechizo y actúan como si creyeran que ha alcanzado el acuerdo de paz más importante en Oriente Próximo en 3.000 años.

A efectos prácticos da igual si son sinceros: mediante la adulación activa o pasiva actúan como si ese mundo imaginario en el que Trump merece el Nobel de la Paz fuera real. Y con esas reglas del juego, en esa matrix, mientras perviva el hechizo para Trump, efectivamente, nada es imposible.

Trump ha sido siempre un maestro en apropiarse de la conversación, paso previo a cualquier intento de dominación. Ridículo e hiperbólico, caótico e irracional, ignorante y zafio, delirante y siempre políticamente incorrecto, vanidoso y egocéntrico, inmaduro y rencoroso: no hay día en que al menos una declaración suya no marque la agenda. Su éxito avasallador, su inmunidad e impunidad (ante la ciencia, las normas, la justicia, las leyes de su propio país…) han generado un culto a la personalidad que se expresa mediante una adulación comparable a la de los grandes dictadores de la historia moderna.

En How to Be a Dictator: The Cult of Personality in the Twentieth Century, Frank Dikötter cuenta que en 1956 Nikita Jrushchov denunció el reino del terror de Stalin. Bautizó la «repugnante adulación» y la «manía de grandeza» de Stalin como el «culto al individuo», que se tradujo como «culto a la personalidad». En el siglo XX, explica, «hubo muchas estrategias para que un dictador arañara su camino al poder y se deshiciera de sus rivales: purgas sangrientas, manipulación, el divide y vencerás… Pero, a largo plazo, el culto a la personalidad fue la más eficaz». Dikötter describe los mecanismos de adulación de Mussolini, Hitler, Stalin, Mao Zedong, Kim Il-sung, Duvalier, Ceaușescu y Mengistu. Spoiler: Trump no ha inventado nada. La historia está llena de Infantinos.

El culto a la personalidad se expresa mediante una adulación extrema. La ridiculez del hechizo la desnuda en las redes el gobernador de California, pero con él ocurre algo alarmante: la sátira de sus imitaciones a Trump parece real y lo está impulsando en popularidad. Esa adulación es tan potente, está tan extendida, que en ese mundo imaginario Trump es capaz de todo: de ser el gran pacificador del mundo, limpiar su país de indeseables, imponer aranceles estratosféricos y, si se lo propone, jugar el Mundial de Fútbol y ganarlo, con la ayuda de ese Infantino bañado en petrodólares de las monarquías árabes. En Trumplandia, nada está fuera del alcance del gran timonel. Si no fuera porque ha roto con Elon Musk, cualquier día de estos anunciaría que el primer astronauta camino de Marte será el propio Trump. Poca broma. Porque si en los mundos de Trump las leyes económicas no aplican, la paz se alcanza por la inversión inmobiliaria y Canadá y Groenlandia son americanas, en el mundo real la ley de la gravedad tiene la manía de que aún rige. Spoiler: el choque con la realidad nunca acaba bien.

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