Opinión | Décima avenida
La impunidad del ‘bullying’
Según contó Domingo Díaz en El Correo de Andalucía, diario de Prensa Ibérica, la Junta de Andalucía describe así el acoso escolar:
–Intencionalidad: la agresión se dirige a una persona concreta.
–Repetición: la víctima sufre la acción agresiva de forma continuada.
–Desequilibrio de poder: se produce una desigualdad de poder físico, psicológico o social.
–Indefensión y personalización: el objetivo del maltrato suele ser un solo alumno o alumna, que es colocado de esta manera en una situación de indefensión.
–Componente colectivo o grupal: normalmente no existe un solo agresor o agresora, sino varios.
–Observadores pasivos: las situaciones de acoso suelen ser conocidas por terceras personas que no contribuyen a que cese la agresión.
Dicho de otra forma: en las escuelas, nuestros hijos e hijas sufren (o hacen sufrir) agresiones intencionales, continuas, en desequilibrio de fuerzas, personalizadas, perpetradas por grupos de agresores y ante la vista de testigos que no hacen nada para evitarlo. Tantos como 220.000 víctimas de acoso y 74.000 agresores, según un informe de la Universidad Complutense de Madrid de 2023. Las cifras pueden expresarse de otro modo: ese estudio determinó que, en cada clase entre 4.º de Primaria y 4.º de ESO, había dos víctimas y un acosador cada dos clases.
Dos víctimas por clase. Si se desentierran los recuerdos infantiles, la cifra encaja. La red de violencias del bullying solía cebarse en el más débil, definición muy amplia: el que no tenía fuerza, el que era diferente, el que era introvertido, el que era buen estudiante, el que tenía mal aspecto físico... Pasan los años y las generaciones, avanzan los derechos civiles, se rompen muros de silencio, y el bullying, sin embargo, sigue ahí. Y las ventanas abiertas de las redes sociales, además, le dan nuevos bríos al romper la última línea de defensa: la intimidad de la propia habitación. El acoso es el principal motivo que lleva a un menor a quitarse la vida: el 20% de las víctimas de bullying (y el 17% de los agresores) lo han intentado, según el mismo estudio de la Complutense.
Está tan interiorizada la idea de que a la escuela se va a aprender y a ser acosado (y, por tanto, a acosar, porque no hay víctima sin abusadores), que solo la muerte, de vez en cuando, trae al primer plano de la conversación el infierno que miles de niños y sus familias viven en las aulas. Se sabe de sobra que no es cosa de niños, pero no se le da la categoría de emergencia que debería tener.
Al contrario: el bullying está en todas partes. No hay serie o película ambientada en entornos o centros de aprendizaje en la que no haya acosados y acosadores. Suele presentarse como parte del proceso de aprendizaje: cómo convivir con ello, cómo zafarse, cómo sobreponerse. El foco se coloca en la víctima; lo que en otros ámbitos tanto escandaliza y genera repulsa social, en el caso de los menores y las escuelas es lo habitual. Las familias víctimas de bullying cuentan siempre la misma historia: protocolos que no se aplican, direcciones escolares y autoridades educativas que encubren las violencias, familias de víctimas que se ven forzadas a abandonar la escuela y el barrio para huir del infierno.
A las denuncias de bullying no se les suele dar credibilidad, al menos de entrada: la víctima exagera; ella también trata mal a sus abusadores; hay que tener en cuenta las circunstancias familiares y del entorno del maltratador; hay que dar a los críos autonomía para gestionar los conflictos; «mi criatura no hace esas cosas, son invenciones de los demás»... Para las direcciones de los centros educativos es un marrón; para las familias de los abusadores, una acusación fuera de lugar; para la víctima, un infierno, una vulneración de sus derechos más elementales, un billete en primera clase hacia la desesperación y sus consecuencias. Lo mejor para todos, pues, es que la víctima cambie de escuela: un win-win de manual.
Hacen falta protocolos; es necesaria más educación en tolerancia en las aulas; hay que crear comisiones de convivencia... Todo esto y más. Pero la primera etapa para ganar la batalla contra el bullying es dejar de otorgarle impunidad social, en las aulas y fuera de ellas.
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