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Opinión | Shikamoo, construir en positivo

Tadzio, el paso del tiempo y la levedad del ser

Que todo pasa, queridos y queridas, es evidente. Soy de los que quiero pensar, como Machado, que también todo queda, aunque sea de forma leve y sutil. Pero lo que es más que evidente es que esa flecha del tiempo que discurre dramáticamente en un solo sentido no deja de hacer de las suyas. Y que nada es eterno en nuestra pequeña escala del tiempo, aunque a veces nos lo parezca cuando miramos a la inmensidad de la Naturaleza, en la que la Humanidad no es desde el principio de sus tiempos más que un pequeño borrón. Y es que el tiempo geológico o el cosmológico son en la práctica infinitos comparados con nuestra muy fugaz perspectiva vital...

Pero, con octubre feneciendo, volvamos al tiempo humano y démonos cuenta de su insoportable levedad, quizá parecida a la del propio ser, en boca de Kundera. Un lapso vital ínfimo que, sin embargo, se nos antoja insondable y espeso cuando somos niños. Y que comienza a volar luego, para nunca parar ya... Sí, un tiempo y una decrepitud asociada a él que, aunque se disfrace de terrible enfermedad, exploró como nadie Thomas Mann en su Muerte en Venecia. Una obra maestra que sirvió para el alumbramiento de otra maravilla de la naturaleza, la película de Visconti del mismo nombre, que llevó a lo más sublime la conjunción de un guión mágico y una puesta en escena descomunal, todo ello regado con ese muy inquietante y a la vez bello «adagietto» de la Quinta Sinfonía de Mahler que nunca nos puede dejar indiferentes...

¿Y por qué les cuento todo esto hoy, amigos y amigas, donde el guión de la actualidad marca que deberíamos hablar de Puigdemont y de su órdago, de las tristes proclamas de la ultraderecha aquí y en el mundo o de ese aciago aniversario del desastre natural de Valencia que lo fue más por una nefasta gestión y que se llevó por delante miríadas de sueños e ilusiones, únicos e irrepetibles? Pues porque en estos días uno es consciente, como nunca, de tal paso del tiempo. De lo efímero de la ilusión de vivir, y del choque entre la vida costumbrista, que se enreda en lo cotidiano, con los acontecimientos que te devuelven a aquello que fue y que ya no será, y que con dureza te entroncan con esa difícil pero simple y fina frontera entre la vida y la muerte.

No se preocupen. No me ha pasado nada en particular. Pero, no sé si lo saben, me quedo hoy con otra noticia: la muerte hace unos días de Björn Andrésen. ¿Y quién era él, quizá se pregunte alguno de ustedes? Pues quizá les suene más si hago referencia a su personaje más famoso: Tadzio. Y es que Andrésen dio vida al joven polaco por el que se obsesiona Gustav Von Aschenbach, en principio escritor muy bien posicionado pero camino a la decadencia, magistralmente interpretado por Dirk Bogarde. Y que, en contra de cualquier atisbo de racionalidad ante la llegada de la peste, de la que no se habla demasiado pero ante la que le alertan, permanece en Venecia con el ánimo de que la enfermedad no pudiese destruir la belleza del efebo, que no para de contemplar atónito y desencajado... Una verdadera huida hacia adelante en la que intenta que el chico y su familia partan lejos, pero sin éxito y cada vez más desesperado y enfermo...

Pues bien: Tadzio ha muerto. O, mejor dicho, esto le ha ocurrido a Andrésen, hace cuatro días. Y es que el que en su momento fue considerado el chico más bello del mundo ha fallecido a los setenta años. Es lo que tienen las películas, que cuando son realmente buenas y se identifica a la obra literaria con lo expuesto en la tira de celuloide, el actor o la actriz pueden llegar a identificarse plenamente con un personaje que antes no tenía un rostro concreto, que le ponía cada lector. A mí lo que me sugiere que aquel adolescente vestido en la película de forma un tanto «demodé» a los ojos de hoy, pero poseedor de rasgos únicos y una belleza inconmensurable haya muerto es la constatación de, precisamente, aquello que quería poner en valor Mann y luego también Visconti. Y es que Muerte en Venecia es una obra que atiende a la temática de dicha fugacidad de la vida y al encuentro entre la belleza y el declive por la edad, y no a la de la homosexualidad, aunque haya elementos de esta última que puedan aparecer, o incluso una velada lógica sobre ella en la novela que a veces se ha interpretado en una clave profunda y no claramente esbozada, dando un mensaje concreto sobre personas concretas. Pero, sin duda, el tema principal es el de tal tiempo efímero. Y sí: hoy, después de que Von Aschenbach llegue a su propio fin en la película, que Bogarde también haya pasado hace tiempo a mejor vida y que, finalmente, Andrésen haya muerto en la vida real, podemos certificar que el tiempo termina destrozándolo todo, incluida la belleza en el estado más categórico de la misma. Y ello independiente del gusto de cada cual, claro, porque Tadzio es un icono y sobre el mismo elaboramos tal comentario, nos parezca a usted o a mí guapo o no.

En fin... Que nadie vaya a hacer como aquel productor estadounidense que, viendo Muerte en Venecia (1971), trató de localizar al tal Mahler para encargarle no sé qué, sesenta años después de la muerte de este enorme compositor...

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