Opinión | Las cuentas de la vida
El alma política de la democracia
«La democracia tiene como fundamento una impresionante politización del mundo humano —leemos en un ensayo de Émile Perreau-Saussine, titulado Catolicismo y democracia—. La política ya no está confinada a un pequeño grupo de oligarcas o de aristócratas. El pueblo entra en escena y, con él, una nueva exigencia de autonomía colectiva, así como una nueva pasión por la libertad individual». Y, sin embargo, esta intensa politización social parece convivir con una democracia agotada o, al menos, herida. Se mira a las elites de Bruselas con desconfianza, al igual que al poder judicial y al resto de las instituciones. Los partidos levantan la voz, pero sus discursos mutan de acuerdo a los cambios anímicos de la demoscopia. La opinión pública se fragmenta en una miríada de identidades enfrentadas entre sí. Convertida en un docudrama mediático, la política deja de ofrecer un horizonte común para los ciudadanos. Un horizonte valioso, quiero decir. Y, paradójicamente, esta especie de fatiga nacería de su éxito: al emancipar plenamente al hombre moderno, se habrían disuelto muchos de los antiguos vínculos (la familia, la fe, la nación, la comunidad…) que hacían posible la libertad. El profesor de la Universidad de Notre Dame Patrick J. Deneen ha escrito en extenso sobre este tema. Su visión del futuro no invita al optimismo.
Sin embargo, en medio del hundimiento moral de la política, la lectura del libro de Perreau-Saussine sirve para dilucidar con mayor precisión el trasfondo intelectual de la crisis. Discípulo predilecto de Pierre Manent y de Alasdair Macintyre, en Catolicismo y democracia. Una historia del pensamiento político (Ed. Encuentro, 2025), Perreau-Saussine defendía una tesis tan atrevida hace dos décadas como iluminadora hoy en día. En la estela de Tocqueville, el profesor francés sostiene que la historia contemporánea debe leerse a la luz del diálogo entre el catolicismo y el liberalismo. Su análisis no se limita a la dimensión moral de la política, sino que aborda también la transformación histórica e institucional del catolicismo. Durante más de un siglo, la Iglesia temió que la democracia supusiera la consagración de un relativismo desprovisto de criterios últimos de verdad. «La misión propia del Estado —leemos— no es reconocer u honrar oficialmente la verdad revelada, sino garantizar la tranquilidad pública y la libertad individual. El movimiento general de la filosofía política moderna es rebajar los fines perseguidos por la ciudad: preferir el lenguaje del interés al del bien, el lenguaje de la opinión a la teología». Pero lo que la misma experiencia del siglo XX, con su reguero totalitario de horror y muerte, terminaría probando ha sido «que el mayor peligro procedía menos de la libertad religiosa que de las religiones políticas que pretendían sustituir al cristianismo. La libertad religiosa constituye incluso el mejor baluarte contra esas religiones políticas». Lo esencial sería, pues, redescubrir la virtud clásica de la prudencia.
Émile Perreau-Saussine murió en 2010 con apenas treinta y siete años. Su obra ha quedado como una meditación inacabada sobre el destino político de Europa. Intuyó, contra los modernos, que la pérdida de la antropología cristiana fracturaría el corazón de la democracia, porque el ciudadano —desprovisto de una noción fuerte de verdad— se queda sin saber qué hacer con la libertad conquistada. Advirtió que, en su origen, la democracia liberal había surgido del conflicto no resuelto entre la conciencia y la ley. Sospechó que, si olvidamos el nudo de esta tensión, la democracia acabaría traicionando su propia genealogía y convirtiéndonos en prisioneros del resentimiento y del miedo, en pasto de los populismos.
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