Opinión | Shikamoo, construir en positivo
¡Feliz 1 de noviembre!
Noviembre ha llegado, amigos y amigas. «Santos», como también se llama a este mes en galego. Y, con él, la que para mí es seguramente la época más bonita del año. ¿Y para usted? ¿Prefiere la luz cenital de verano, o la explosión de colores de la primavera? Todo ello me cautiva también, sí, pero reconozco —y se lo he contado muchas veces— que ante la introspección del paisaje en otoño, yo no encuentro nada más sugerente.
Sí, noviembre es el mes en el que hace años me animaba, con los compañeros y compañeras de Ártabros, a pasar algún fin de semana entre Ancares y Leitariegos, o cuando O Caurel, por aquel entonces mucho más tranquilo aún, nos regalaba con sus fantásticas luces tamizadas por las hojas ricas en taninos, de todos los colores. Era tiempo de soutos, castiñeiros y castañas. Y también quedaba la posibilidad de acercarse a Vilanova o a A Ponte, en A Veiga, y asumir la caminata hasta la crestería de Pena Trevinca, recorriendo sus paisajes hoy castigados por los recientes fuegos.
En noviembre nunca faltaba una visita al Teixedal de Casaio, que también llegó a estar amenazado por la negrura o, con base en Piornedo, hacer una parte al menos de la crestería de Ancares. No como al final de la primavera, claro, en la que daba tiempo a andar toda esa retahíla de cumbres, desde Miravalles a Penarrubia, en una sola jornada. Pero sabiendo que no es la cantidad, sino la calidad, lo que amerita el disfrute en lugares tan mágicos. Otras veces poníamos rumbo al Gerês, la parte portuguesa de esa sierra tan maravillosa compartida con Galicia, o nos sumergíamos en el encanto de cualquiera de los bosques autóctonos, aislados pero resilientes, que quedan de lo que un día fue algo inimaginable por bello.
Carballeiras, los soutos a los que nos referíamos, bosques de ribera, devesas o fragas, todo valía porque todo era único y fantástico, en una especie de realismo mágico en el que nos sumergíamos, a veces literalmente cuando pintaban bastos con las abundantes precipitaciones, y que nos hacía profundamente felices.
Hablo en pasado no porque ahora no vaya a la montaña, sino porque aquellos tiempos —imagino que como los del 20 de abril en la cabaña del Turmo a los que alude la canción de Celtas Cortos— fueron especialmente evocadores. Y porque es verdad que cada vez encuentro menos personas a las que engañar para cambiarles un anunciado fin de semana urbano por toda esa panoplia de sensaciones tan cerca de las vivencias de la Naturaleza. Y, fíjense, les cuento todo esto ahora porque este fin de semana —el de Todos los Santos— era uno de los más icónicos y esperados en todo ese periplo vital, quizá por el punto de maduración del otoño, que este año ya les cuento que viene un poco retrasado, al menos desde mi punto de vista.
Hoy Todos los Santos, sin embargo, se ha convertido en un remedo de película estadounidense —que no americana— de serie B. Todo gira en torno a terroríficos actos que creo que poco concuerdan con la tónica previa en esta cultura, más ligada al recuerdo y al cariño. Porque incluso el ancestral Samaín —una de las celebraciones celtas junto con el Imbolc, el Beltane y el Lugnasadh— , o la idea del día de Difuntos, aún habiendo la Santa Compaña, los lobishomes o seres que «achuchaban no colo», ávidos de sangre, era diferente.
No sé si más terrorífica o no que lo que nos viene de allende el Atlántico, pero sí más integrada en una tradición que es cada día más cercenada a fuerza de burger y amplificada por una potente industria del cine —de allá—, rica en cuartos pero pobre en guiones medianamente atractivos y razonables…
En fin… Les deseo un Feliz Samaín, disfrutado de la manera en la que ustedes lo gocen más. En mi caso, siempre cabe la posibilidad de liarme la manta a la cabeza y contemplar el solpor desde alguna elevación del terreno, pequeña o más grande, o de tratar de comprender el sonido que reina en el bosque profundo, más allá de los ecos de la civilización. Alternativamente, todo se poblará en otros lugares de caras con profundas cicatrices, camisetas rotas manchadas de sangre, maquillajes terroríficos y todo el atrezzo necesario para fabricar un pequeño escenario terrorífico, para más inri trufado de niños y niñas jugando al truco o trato...
Pero bueno, en la diversidad está el gusto y ya saben que, precisamente, para gustos se pintan colores. Con todo, que los colores del otoño, siempre pastel, se fundan para regalarles la paleta que más les motive o, incluso, como en mi caso contemplando los árboles, obsesione… ¡Sean felices! ¡Feliz 1 de noviembre! ¡Feliz Samaín!
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