Opinión
La flor de la tristeza
Debiera dejar estas líneas en suspenso, parar de escribir y solo mirar la figura que nos habla, o mejor callar llorando como la estatua de la niña que porta flores para un ser querido, pero ha llegado a su tumba y le ha podido más el llanto que el propósito de colocar el ramo. Las flores, en realidad, son más para nosotros que para los difuntos. Hay en las flores un deseo, una ilusión que lucha contra el desconsuelo, una simbología de la fugacidad: en la escala cósmica del tiempo somos infinitamente menos que una flor estacional. Nuestra vida es trasunto del ciclo vegetal, con sequías, plagas, crecimiento o aroma de juventud… Somos árboles con pies, flores con caducidad anunciada pero con ilusión de perdurar. Las plantas llegaron antes que nosotros y sin embargo la mayoría tienen un ciclo de vida más corto, pero ellas son el hito emocional que nos define y representa. Echamos mano de las flores en días de alegría y de tristeza. Han colonizado nuestro mapa sentimental. Personalmente prefiero esta invasión de pétalos a cualquier otra. Soy una flor, con todo lo que de frágil tiene, con raíces, espinas, hojas que son brazos, savia que es sangre y sentimiento. Deseo verme como flor que como cardo. Las personas que quiero son un ramo que me gusta tener cerca de mí.
No dejo de mirar la estatua de la niña, tan humana y triste, tan parecida a nuestra alma apenada. Pero guardo un recuerdo opuesto: un niño, en edad de no pensar, entretenido y alegre enredando entre las tumbas del suelo del cementerio que sus familiares arreglaban, como si fueran parterres de jardín, en una mañana de sol. La muerte para él solo era una anécdota inscrita en esquela floreada. Celebramos con flores la alegría, al dolor acuden ellas en ayuda. Como ellas somos en el mejor de los casos. Escribió Sor Juana Inés de la Cruz:
«En lágrimas y suspiros,
alma y corazón a un tiempo,
aquel se convierte en agua,
y ésta se resuelve en viento».
Pero quedan las flores, perdurando el cariño, perfumando la muerte.
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