Opinión | Mujeres
ELENA FERNÁNDEZ-PELLO
La mística de la sumisión
Esposas o monjas. Al abrigo del hogar o del convento encontraron acomodo y refugio durante muchos siglos las mujeres: ángel doméstico o ángel de Dios; siempre sierva, del marido o del Señor. Las que carecían de vocación conyugal podían fingir la religiosa. Era la forma de eludir airosamente el otro destino reservado a las de su sexo. En los márgenes, las desamparadas, las descarriadas, mujeres a las que no les podía esperar más que una mala vida.
Devotas de la familia o de la fe. Así fue hasta que, poco a poco, fueron ganando espacios y recobrando autonomía. Los derechos de las mujeres, el derecho al voto, a ejercer el control de sus cuerpos y de sus finanzas, son recientes. La libertad de las mujeres en las sociedades occidentales es excepcional, en términos temporales y geográficos. Apenas una centuria de libertad y muchos territorios aún por conquistar. Por eso resulta tan extraño el avance de una ola reaccionaria de añoranza, siendo tan poco, y tan malo, lo que se puede añorar.
Las mujeres nacidas y crecidas a finales del siglo XX habíamos interiorizado la libertad. Dábamos por entendido que debíamos ser tenidas por personas independientes, valiosas y capaces, trabajadoras, con tanto derecho a cumplir nuestros deseos y ambiciones como los hombres. Tan convencidas estábamos de ello que, para demostrarlo, más que mujeres fuimos supermujeres. Lo conseguido se lo debemos en su mayor parte a las generaciones precedentes, a madres y abuelas, que mientras te instruían en las labores del hogar, te enseñaban a preparar un cocido y hacer un zurcido, te repetían, machaconamente, que estudiaras, que te procuraras una carrera o en un oficio, para que el día de mañana nadie te avergonzara y no tuvieras que rendir cuentas a nadie.
Ahora las mujeres jóvenes se sienten extrañamente atraídas por los valores hogareños, en el sentido más conservador de la palabra, y por el misticismo, en su acepción más amplia. Unas aspiran a ser reinas de su casa, aunque para ello tengan que ser las súbditas de su marido; las otras se recrean en la espiritualidad y en su estética. Ahí van las tradwives, con la ventana de la cocina abierta de par en par a las redes sociales, y allá las nuevas místicas, creadoras de contenidos culturales fascinadas por las múltiples formas de la religiosidad.
No sucede lo mismo con los varones, que siguen a lo suyo. Ellas, mientras, se distraen con lo de ellos o se distraen de ellas mismas, intentando trascender las severidades terrenales. Tras el último empujón feminista, con la ola rompiendo en la otra orilla. Felices sumisas, unas y otras.
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