Para los que creemos que el universo de la carne de bovino es bastante más amplio que el chuletón, el jarrete, ese corte de la pierna que también recibe los nombres de morcillo o zancarrón, que a mi juicio le hacen de menos, es un bocado apreciado por su ternura, su melosidad y la facilidad con la que se convierte en un plato delicioso.

El jarrete me evoca siempre excelentes cocidos, magníficos estofados más o menos rurales, inolvidables ossobucos... y ese espectacular plato que consiste en presentarlo en la mesa entero, con su superficie lacada y el hueso central, enhiesto, sobresaliendo y pidiendo a gritos ser rodeado de un lacito azul. Azul, precisamente, como la liga que lucen los miembros de la exclusivísima Orden de la Jarretera.

Cuentan que esa Orden tuvo su origen en un baile en la corte del rey Eduardo III de Inglaterra, allá por el siglo XIV. Al parecer, una dama -Juana de Kent, según unos, o la condesa de Salisbury, según otros- perdió una de sus ligas (jarretiére) que el propio monarca recogió del suelo. Al observar alguna sonrisita suspicaz, pronunció la frase que, aún hoy, es el lema de la Orden: honi soit qui mal y pense", vergüenza para quien piense mal.

No pensaba yo en Eduardo III cuando mi carnicero me ofreció un hermoso jarrete de ternera, que deshuesó, ya que no se trataba de hacer ossobuco ni jarrete lacado, y limpió cuidadosamente. La verdad es que podría haberme acordado de la batalla de Crézy, una de las primeras de esa guerra conocida como de los cien años (duró un poco más, 116) que inició, precisamente, Eduardo III. En Crézy, el arco inglés deshizo literalmente la caballería francesa. Mi carnicero no fue tan drástico con el jarrete.

Nos apetecía hacer un estofado al estilo clásico, uno de esos platos lleno de sabores queridos, de texturas suaves, de aromas sencillos pero intensos. De modo que echamos mano de ingredientes naturalísimos y habituales en toda despensa. Troceamos un par de cebollas y picamos tres o cuatro dientes de ajo, para espanto -supongo- de los veinticuatro miembros de la Orden de la Jarretera, además del rey de Inglaterra, el príncipe de Gales y, en plan supernumerario, otros miembros de la familia real británica y un puñado de monarcas extranjeros, entre ellos don Juan Carlos.

Pusimos un chorro de aceite de oliva en el fondo de una olla rápida, y una vez caliente doramos los trozos del jarrete, trozos de buen tamaño. Los retiramos, y pasamos a la olla cebollas y ajos, para hacerles tomar algo de color. Hablando de colores, el hijo mayor de nuestro Eduardo III, que no le sobrevivió y que también se llamaba Eduardo, fue conocido en la Europa medieval, y hasta hoy, como el Príncipe Negro. Su muerte aceleró, sin duda, la de su padre, que no había tenido inconveniente en hacerse con el trono por el expeditivo sistema de echar de él a su padre.

Bien, volvámonos nosotros también expeditivos y pongamos en la cazuela, junto a cebollas y ajos, la carne, además de una zanahoria reducida a rodajas. Rehogamos bien y mojamos con un vasito de Jerez, ese elixir insustituible en la cocina, a la que aporta un universo de aromas; en este caso fue un fino, pero podría haber sido perfectamente un oloroso. Dejamos reducir, e incorporamos un tomate hecho pedazos y una hojita de laurel. Salpimientamos. Unos minutos a fuego suave, antes de cubrir con agua y cerrar la olla. En tres cuartos de hora está hecho. Se separan las carnes, se pasa lo demás por el chino, o por un colador apretando bien, y... se guardan ambas cosas por separado hasta el día siguiente: gana un montón el guiso.

Así, tras el preceptivo reposo, volvimos a unir carne y salsa, y le dimos un calentón, mientras se freían unas patatas cortadas en daditos, que es una de las muchas guarniciones que pueden acompañar a este jarrete. Un rioja de 2005 hizo los honores.

Honores que el Príncipe Negro buscó en la lucha, que acabó siendo una secuela de la guerra en Europa, entre Pedro I el Cruel -o el Justiciero- y Enrique II el de las Mercedes -o el Bastardo-. No los logró: estaba del lado de don Pedro, y se volvió a Inglaterra, dicen, sin ni siquiera cobrar sus servicios: un rey muerto no paga, dicen.

Pero nosotros dedicamos nuestro jarrete -la salsa, literalmente de toma pan y moja- y nuestros brindis a Eduardo III, a la Orden de la Jarretera, a los caballeros de Crézy, a Cunqueiro, que lloraba por la derrota de la flor de la caballería, y hasta al malogrado Príncipe Negro. Todo eso, y hasta Shakespeare, a quien se atribuye generalmente la obra Eduardo III, estaba en nuestro jarrete. Un plato, como ven, lleno de historia, que siempre hace que, conociéndola, lo disfrutemos un poco más.