Después de la boda de los siglos —por la suma de edades de los contrayentes—, el país reposa en brazos de la mujer más madura. En el que será posiblemente su último matrimonio, Cayetana Alba se consagra como la princesa del pueblo, la nueva Lady Di. Lady Díez, en el idioma que nos ocupa. En honor de la macroduquesa española, no está tan apergaminada como el original, ni comparte el ensimismamiento abúlico de la garza británica. Además, nos ha concedido una tregua del inenarrable Rajoy-Rubalcaba. En un oscuro rincón de La Zarzuela, la princesa Letizia se interroga —no puede compartir sus cuitas, carece de interlocutores a su altura— sobre los trucos de Cayetana para subyugar a la opinión pública. Cuando la futura reina le traslade a su cirujano la zozobra por el afloramiento de una competidora, su coyuntura facial se trasladará de hermana de Rania a prima hermana de la duquesa de Alba.

Lady Díez y su súbdito se casan a una edad en la que ya no pueden tener hijos, sólo nietos. Dado que todas las bodas son estéticamente reprobables y acaban mal, cabe reseñar el entusiasmo de la duquesa por limpiar su árbol genealógico de adherencias de sangre azul. El descrédito de la aristocracia ha llegado al extremo de que ni sus miembros se esclavizarían en matrimonio con alguien de su misma confesión nobiliaria. Pregunte en la misma Zarzuela de antes.

La clave de una boda consiste en elegir al cónyuge que más incomode a sus suegros —otra vez La Zarzuela—. Sin embargo, Lady Díez ha concebido su enésimo asalto matrimonial como una provocación a sus hijos. Debió limitarse al enlace nupcial, sin incurrir en el lamentable vicio plebeyo del enamoramiento. Nada desluce tanto una ceremonia como el amor, por volandero que sea. Que lo es.