Hay ocasiones en las que un invento muere casi al instante de ser alumbrado porque se ha adelantado tanto a su tiempo que la sociedad que debía acogerlo aún no lo necesitaba. Hay ocasiones en las que un invento muere porque, a pesar de que ya se ha producido ese cambio social y hay unas nuevas necesidades que lo justifican, el invento no es sencillo de usar o no sabe recoger esas nuevas sensibilidades. Por el contrario, hay ocasiones en las que un invento supone tal revolución que aunque su necesidad fuera sólo aún un pequeño balbuceo, aporta tantas ventajas que se adopta inmediatamente y es el propio invento el que impulsa a continuación el cambio social. Y hay inventos que, sin ser revolucionarios, recogen tan acertadamente las necesidades que ya están manifestándose en la sociedad, que triunfan inmediatamente.

En una franja intermedia entre estos dos últimos supuestos habría que situar a Steve Jobs, el genio de la era digital, que supo hasta el final de sus días, con sus productos, conectar emocionalmente con una sociedad que estaba cambiando a ritmo vertiginoso y reclamaba atención, y abrir por tanto vías de comunicación a canales tradicionales que no habían encontrado aún la forma de conectar con las nuevas audiencias, algo en lo que Jobs, además, fue especialmente activo. No fueron inventos deslumbrantes por lo absolutamente novedoso de la propuesta (otras empresas habían presentado ya productos en esa misma dirección), pero Jobs llegó a donde los demás no habían conseguido llegar: al corazón mismo de los consumidores, que veían que tenían en sus manos un producto con el que se reconocían. Y el iPhone y el iPad ejemplifican esa muestra de talento de Jobs para ofrecer un producto que conectara con un cambio social y generacional ya patente, y triunfar donde otros habían fracasado.

Esa conexión con una generación que manifiesta hábitos de consumo diferentes lleva aparejadas unas implicaciones que sobrepasan al propio dispositivo en sí, porque abre nuevos canales de comunicación para oficios e industrias que veían cómo la sociedad iba adquiriendo unos nuevos hábitos de vida a los que no vislumbraban cómo llegar porque su propio soporte los condicionaba y los alejaba de esas nuevas corrientes. Y el periodismo era uno de esos oficios que debía empezar a dirigirse a las nuevas generaciones a través de los nuevos canales (sin tener por ello que renunciar, descuidar o abandonar los tradicionales, que siguen llegando a millones de personas) readaptando también su mensaje al nuevo medio, y para el cual la llegada de los iPad, y la explosión de tabletas que está por llegar no debería haber sido más que una gran oportunidad. Pero con Jobs y los iPad surgieron también quienes vaticinaban que aquello era el fin del periodismo, que en esos nuevos soportes era imposible ofrecer el grado de profundidad y análisis que se ofrece en otros y que el soporte iba a determinar tanto al producto que el periodismo desembocaría finalmente en una sucesión de informaciones triviales y superficiales. Si bien el lector de este tipo de dispositivos se conecta numerosas veces a lo largo del día, en la mayor parte de las ocasiones durante lapsos breves de tiempo, el enorme éxito que están teniendo aplicaciones en tabletas que sirven únicamente para guardar artículos y leerlos posteriormente indica que sí hay espacio para el periodismo profundo, sólo que el lector, en sus conexiones breves, va seleccionando aquello que le interesa, para leerlo reposadamente más adelante. Y, como en este caso, contra cada vaticinio agorero, la realidad va abriéndose camino cada vez.

No caminamos, por tanto, ni hacia un periodismo descafeinado ni reemplazable; todo lo contrario, en un mundo de sobreinformación como es el digital, cada vez es más necesario alguien que no sólo ordene y jerarquice, sino que siga ofreciendo información fiable y contrastada, que les sea válida a los demás para organizar su vida e interpretar la sociedad. Seguirá habiendo en esos nuevos soportes a los que Jobs ha contribuido un lugar destacado no sólo para el buen periodismo, sino también para los periódicos como marca, como valedores de esos principios, seguirá habiendo un lugar al que acudan los lectores, porque será un lugar en el que confiar.

Es cierto que el futuro que Jobs, en parte, adelantó obligará a redefinir modelos, sin duda, pero esos modelos futuros no serán tan limitados como a veces se presentan: no habrá un modelo, habrá muchos, reflejo de una sociedad heterogénea. Habrá periódicos gratuitos y periódicos de pago, y periódicos con una parte gratuita y otra de pago. Habrá gente dispuesta a pagar por una información más elaborada, con más detalles, más profunda si cabe, y otros que tendrán suficiente con lo que puedan obtener en periódicos gratuitos, que se sostendrán por la publicidad en abierto, o en las versiones gratuitas de periódicos que también tendrán una versión de pago distinta, mucho más elaborada o detallada. En ese sentido, el camino aún está por recorrer e irá definiéndose a cada paso, pero en lo que atañe al periodismo, Jobs abrió o supo definir una vía que para el periodismo es una gran oportunidad. Las tabletas no supondrán ni que se haga mejor ni peor periodismo, pero permitirán conectar con unas nuevas generaciones cuyos hábitos de vida y necesidades informativas difieren de las que otras generaciones han manifestado hasta ahora. Y ése era un primer paso necesario.

Probablemente sea exagerada la frase que pronunció el presidente del consejo de administración de Axel Springer AG, Mathias Döpfner, cuando aseguró: "Cada editor debería sentarse cada día, rezar y dar las gracias a Steve Jobs por haber salvado a la industria", pero no se puede dudar de que el recientemente fallecido cofundador de Apple abrió una vía para que el periodismo vaya descubriendo a las nuevas generaciones digitales y las nuevas generaciones digitales vayan descubriendo el periodismo. Ambos se necesitan.