María Eugenia Gutiérrez tiene 48 años, dos hijos y vive sin WhatsApp ni internet. "Ni en el móvil ni en casa", subraya, y añade que le "cabrea" la gente que vive permanentemente conectada a internet. La respuesta al por qué puede parecer paradójica: "Pierdes comunicación", sostiene.

El 78% de los hogares gallegos tiene conexión a internet y, de estos, un 87,8% se conecta, normalmente, a través de dispositivos de mano, como el móvil y las tabletas, según datos del Instituto Nacional de estadística (INE). Pero Gutiérrez no, ella pertenece a esa minoría de la población que ha decido darle la espalda a la hiperconexión porque justamente cree que se consigue lo contrario. "Veo que pierdes la vida social, no hablas cara a cara, va todo por el móvil, yo quiero hablar con la gente", proclama.

El sociólogo gallego José Durán considera que la oposición a las redes sociales o aplicaciones es "una consecuencia de lo que ha sido la hiperconexión de la sociedad", ya que se ha producido "a pesar de lo que quieran algunas personas". Profundiza que depende de los ámbitos personales y laborales en los que se mueve cada uno, pero recuerda que es difícil encontrar un trabajo hoy en día que no suponga una exigencia tecnológica, aunque sea la de un correo electrónico.

A este respecto, Francia acaba de regular el derecho a la desconexión de sus trabajadores. No exige a los empresarios que no se pongan en contacto con los empleados una vez terminen la jornada laboral, sino que les insta a llegar a un acuerdo en sus comunicaciones.

"Están obligados a recibir mensajes, el espacio privado se confunde continuamente con el público, no tienen la sensación de tener intimidad", señala Durán, como posible motivación de estas personas para dejar las redes sociales. No buscan la incomunicación, sino la privacidad.

Gutiérrez tiene una ventaja que le ayuda a vivir a aferrarse a su desconexión: es ama de casa. Sin requerimientos laborales dice que lo único que lamenta de no tener por ejemplo WhatsApp es que se pierde las fotos familiares: "Las hacen con el móvil, luego dicen que se las pasan entre ellos, pero yo al no tener nada...", apunta. Ella ve la conectividad casi como una adición. "Es que están todo el día pegados", protesta. "Por ejemplo, una amiga me invitó hace tiempo a tomar un café y se pasó todo el rato con el teléfono, que si mira esto, me enseñaba vídeos y no sé qué. Yo pues me pongo a leer el periódico porque si no me hablas me aburro".

-¿Y con tus hijos cómo hablas?

-Los llamo, que sé mejor por la voz si están bien que con un mensaje que no sé ni desde donde me lo mandan.

Los dos hijos de Gutiérrez sí emplean las redes sociales y a ella le preocupa no saber qué pueden ver o decir en estas plataformas, aunque confiesa que lo que más le molesta es que se vayan de casa en busca de conexión wifi. "Al final me dejan sola" , lamenta esta gallega, quien dice ser "un bicho raro". Cuando los hiperconectados se topan con un desertor de internet, experimentan una sensación de desamparo hacia esa persona porque si ellos pierden su conexión sufren una sensación de desprotección y carencia, lo llaman el síndrome Fomo (la sensación de perderse algo).

El sociólogo José Durán explica que estos sentimientos se deben a que "cuando un fenómeno como en este se incorpora a la vida cotidiana no podemos dejar de vivir sin él porque nuestra vida gira en torno a las redes, de forma tal que, por un lado, tienen un componente liberador porque permiten hacer cosas que a lo mejor de otra manera haríamos menos, como comunicarme con la familia y amigos; pero, por otro lado, nos subyugan por cuanto no podemos estar sin ellas". Considera que en una sociedad individualizada, los vínculos sociales se han debilitado y se busca en la conexión su fortalecimiento, pero también la creación. Teniendo en cuenta esto, Durán vaticina que a pesar de que seguirá habiendo gente que reniegue de internet, no será una tendencia generalizada.

María Eugenia Gutiérrez asegura, por su parte, que seguirá "desconectada pero feliz".