Teatral al máximo en su planteamiento, Churchill intenta camuflar ese aspecto sacando a pasear a sus actores por bellos paisajes o grandes escenarios, aunque sus mejores momentos, curiosamente, transcurran siempre entre cuatro paredes que parecen acorralar a los que están dentro del cuadro. El prólogo en el que Churchill ve cómo las olas ensangrentadas le ofrecen una suerte de premonición sobre lo que va a pasar con el desembarco en Normandía ya sugiere una grandilocuencia posterior rematada con un onírico paseo del político en el paisaje después de la batalla de Gallipoli.

La tesis, harto discutible, es que el malhumorado y humeante Winston intentó por todos los medios boicotear el Día D para evitar una carnicería de jóvenes soldados. Ese dilema alimenta un guión anquilosado e inflamado de retórica escrito por una joven historiadora que parece desconocer los más básicos capítulos de la escritura cinematográfica, con una estructura monótona y un ritmo glacial, introduciendo episodios que dan un poco de vergüenza ajena: la secretaria que se rebela por amor a su novio, camino de las playas de Francia o, sobre todo, esa inenarrable escena en la que Churchill reza pidiendo a Dios que siga el mal tiempo. Churchill solo tiene interés por el concienzudo trabajo de Brian Cox, aunque eso ya se podía prever antes de verlo. Fumador, bebedor, gruñón, vanidoso, arrogante, tozudo? Inteligente, claro. Un niño grande y malcriado. Cuando coinciden buenos actores, la película respira mejor: la bofetada que le suelta su esposa (Miranda Richardson), el tenso choque de egos con Eisenhower (John Slattery) o la amable pero tajante reprimenda del rey (James Purefoy) son pequeños islotes de intensidad en una cinta que no duda en volver en su escena final a la metáfora inicial con sombrero incluido y recuerda, en éxtasis patriótico postBrexit, que estamos ante un hombre de grandeza inigualable.