"Yo soy el claro ejemplo de que con un gesto tan sencillo como la donación de méduladonación de médula se puede salvar una vida". Sin trastabillar, pero con una amplia sonrisa, responde Cristina Piñeiro cuando se le pregunta cómo animaría a la gente a hacerse donante de médula. Ella, mejor que nadie, sabe bien lo que es estar esperando una llamada de teléfono que te anuncie que, en cualquier lugar del mundo, ha aparecido un donante compatible. Una llamada que te devuelva la esperanza. Que te insufle salud. Que te agarre a la vida.

El día a día de esta joven naronesa dio un vuelco de 360 grados en 2008, cuando con solo 24 años, le detectaron un linfoma de Hodgkin. "Fui al médico porque se me inflamó un ganglio en el cuello y, después de hacerme una serie de pruebas, me diagnosticaron la enfermedad", explica Cristina, quien reconoce que, en un primer momento, recibió la noticia con incredulidad. "No me lo podía creer. Pensaba que se habían equivocado porque, salvo por el bulto del cuello, yo me encontraba perfectamente bien. Por desgracia, el diagnóstico era correcto. No me quedó más remedio que asumirlo, pero sí, al principio se me vino el mundo encima", recuerda.

Tras el shock inicial, Cristina decidió "cambiar el chip" y enfrentarse a la situación que le había tocado vivir con la mejor actitud posible. "El pronóstico era bastante favorable y, tras seis meses recibiendo quimioterapia ambulatoria, me dijeron que la enfermedad había entrado en fase de remisión, con lo cual solo tenía que someterme a revisiones periódicas. Así que, poco a poco, pude ir retomando mi vida en el punto en el que la había dejado", apunta. Pero el destino, que es caprichoso, le tenía preparado un nuevo revés a la vuelta de la esquina. Apenas nueve meses después, llegaría la segunda bofetada. La más dolorosa. "Durante una de las revisiones de control, los médicos detectaron que el linfoma había vuelto a aparecer, por lo que no quedaba otro remedio que someterme a un autotrasplante de médula. Fue un golpe muy duro. Hablar de trasplante ya son palabras mayores. Además, el hecho de haber recaído suponía que la enfermedad se estaba volviendo más agresiva", subraya.

En los meses sucesivos, el hospital se convertiría en su segunda casa. "Empecé con una segunda línea de tratamiento, que me obligaba a permanecer cinco días ingresada para recibir quimioterapia. Así, cada 21 días. A los cuatro meses, me trasplantaron mis propias células madres", rememora. "Las primeras semanas tras el trasplante son bastante duras. En mi caso, tuve que permanecer unos veinte días en aislamiento, con las defensas por los suelos y alguna que otra complicación. Pero hay que asumir que eso también forma parte del proceso de recuperación", señala.

En un primer momento, el autotrasplante funcionó, pero a los pocos meses las cosas se volvieron a torcer para Cristina, hasta el punto de que su vida pasó a depender de la buena voluntad de un completo desconocido. "Llegados a ese punto, la opción que me quedaba era someterme a un trasplante de médula de un donante. Le hicieron las pruebas a mi hermana, pero no era compatible, así que quedé a la espera de que en la red internacional de registros apareciese un donante con médula compatible", explica la joven naronesa. El "mejor regalo" que jamás ha recibido, el que le devolvería todo lo que la enfermedad le había arrebatado, llegaría a las pocas semanas, procedente de Alemania. "Los donantes son anónimos, así que lo único que sé del mío es que es un chico y alemán", comenta, sonriente. "Eso, y que le debo la vida".