"Permítanme dedicar este premio a la memoria de los nicaragüenses que en los últimos días han sido asesinados en las calles por reclamar justicia y democracia, y a los miles de jóvenes que siguen luchando sin más armas que sus ideales porque Nicaragua vuelva a ser república". Con esta dedicatoria recogió ayer el escritor nicaragüense Sergio Ramírez el Premio Cervantes, que recibió de manos del rey Felipe VI en el paraninfo de la universidad de Alcalá de Henares. El drama que sufre Nicaragua no podía faltar en el discurso del primer escritor nicaragüense que recibe este galardón.

Ramírez, luciendo un crespón negro en su solapa y con voz amarga, recordó la "historia reiteradamente desdichada" de su país, ensangrentado por los sucesos vividos durante cinco días de protestas contra una reforma de la seguridad social anunciada por el gobierno de Daniel Ortega -y luego derogada-, con un trágico balance de 27 muertos y un centenar de heridos. Unas palabras que adquieren un especial significado porque el autor de Adiós, muchachos, fue vicepresidente desde 1985 a 1990 con Ortega, del que se alejó por su giro autoritario.

Literatura y política engarzados de nuevo en la vida y obra de un creador que nunca ha dado la espalda a su compromiso como ciudadano. "Escribo entre cuatro paredes, pero con las ventanas abiertas, porque como un novelista no puedo ignorar la anormalidad constante de las ocurrencias de la realidad en que vivo, tan desconcertantes y tornadizas, y no pocas veces tan trágicas pero siempre seductoras", señaló el galardonado con el premio más importante de las letras hispanas.

"Mi América, nuestra América, como solía decir Martí", evocó Ramírez, "o la Homérica Latina, como la bautizó Marta Traba". Un lugar donde no se puede ignorar la realidad de los "caudillos del narcotráfico", "el exilio permanente de miles de centroamericanos hacia la frontera de Estados Unidos impuesto por la marginación y la miseria, y el tren de la muerte que atraviesa México con su eterno silbido de Bestia herida, y la violencia como la más funesta de nuestra deidades". "Cerrar los ojos, apagar la luz, bajar la cortina, es traicionar el oficio. Todo irá a desembocar tarde o temprano en el relato, todo entrará sin remedio en las aguas de la novela. Y lo que calla o mal escribe la historia, lo dirá la imaginación", indicó.

Para Ramírez, "no hay nada que pueda y deba ser más libre que la escritura, en mengua de sí misma cuando paga tributos al poder el que, cuando no es democrático, solo quiere fidelidades incondicionales". El autor ha defendido que los novelistas son más bien "testigos de cargo" y su oficio es "levantar piedras". "Si debajo lo que hallamos son monstruos, no es nuestra culpa", añadió.

Ramírez, bien acompañado por su mujer Tulita, sus tres hijos y ocho nietos, defendió la novela como una conspiración permanente contra las verdades absolutas, recordó a sus abuelos y, sobre todo, a su madre, porque ella fue la que le enseñó a leer El Quijote. Por supuesto, puso de relieve su admiración por Cervantes y por Rubén Darío, esos genios con quienes la lengua española realizó un viaje de "ida y vuelta".

Por su parte, Felipe VI eligió el "compromiso con la lengua y con la ciudadanía" de Ramírez. "Hoy reconocemos a un embajador de Cervantes y de la patria de Darío que, con usted, ha vuelto a casa, a esta casa que es la lengua de todos", señaló. A ceremonia asistieron, entre otras autoridades, la Reina, el presidente del Gobierno, Mariano Rajoy y Cristina Cifuentes.