Si alguien estudia los carteles de los festivales rockeros más importantes de Europa, observará que el nombre de Hollywood Vampires se repite en muchas primeras líneas. Bajo esta sugerente denominación se esconde un supergrupo capitaneado por tres estrellas: el cantante Alice Cooper, el guitarrista Joe Perry y el actor Johnny Depp. Que el vocalista maquillado y el solista de Aerosmith organizasen un conjunto no sorprendió a nadie, dada la amistad que los une desde hace décadas, pero la presencia de Depp sí levantó malévolas suspicacias.

A pesar de que este extraño movimiento fue visto como la enésima excentricidad del actor, sumido desde hace años en una intensa crisis de los 40 retrasada, lo cierto es que cuenta con un pasado en el rock. Johnny militó en su juventud en el grupo Rock City Angels y no se puede negar que es un músico competente, pese al desmejorado aspecto que lleva luciendo desde que arrancó su actual gira. Este cadavérico look, sumado a su sobreactuación sobre el escenario, cubierto de fulares, gorras y otros complementos que lo hacen parecer un Keith Richards vigoréxico, han hecho saltar todas las alarmas de sus fans, temerosos de que su empeño en seguir comportándose como un veinteañero le pase factura.

Pero Depp no es la primera estrella de cine que aparca su carrera para dedicarse durante una temporada a la que considera su verdadera vocación. El motivo que suelen aducir estos individuos es la búsqueda de la autorrealización a través de una actividad lo más alejada posible del nido de víboras de Hollywood, esa Babilonia moderna que les carcome por dentro y les roba su alma. Huelga decir que el motivo real suele ser un terrible ataque de pitopausia. El ejemplo más llamativo de estos casos fue el de Mickey Rourke, que un buen día de 1991 decidió dejarlo todo y lanzarse de lleno a su primera pasión, el boxeo. Al igual que Johnny con la música, Mickey afirmó haber sido púgil amateur en su adolescencia, con más de 20 combates ganados hasta su retirada en 1973. Aunque otras fuentes, como el propio padrastro del actor, aseguraron que solo disputó una pelea y que abandonó el deporte tras perderla.

Sea como fuere, el intérprete cortó de raíz con su faceta dramática y se preparó para iniciar una nueva vida como deportista profesional. No es necesario recordar el estatus de Rourke en esos años, con una filmografía plagada de grandes papeles como chico de la moto de La ley de la calle, el detective Harry Angel de El Corazón del Ángel y el mismísimo Charles Bukowsky en Barfly.

El prestigio de Mickey era paralelo a su popularidad. Además de ser un sexsymbol de aspecto descuidado y actitud de chico malo, recibía los parabienes de una crítica que lo comparaba con Marlon Brando y James Dean. Su comportamiento errático y sus escándalos hicieron que nadie se sorprendiese cuando anunció que se dedicaría "durante uno o dos años" a su pasión pugilística. También hay que decir que llevaba un par de temporadas encadenando una película espantosa tras otra.

Para su carrera sobre el ring, el actor eligió un apodo con mucho significado en su Florida natal: El Marielito. Ese era el sobrenombre despectivo que recibían los cubanos que llegaron a EEUU durante el éxodo del Mariel, en 1980. Durante algunos meses de ese año, el Gobierno cubano permitió a los exiliados de Miami navegar hacia la isla y recoger en el puerto de El Mariel, al oeste de La Habana, a todo el que quisiese abandonar la isla. Fidel Castro aprovechó para liberar a miles de presos comunes de sus cárceles y embarcarlos en esos buques. De las 125.000 personas que llegaron así a EEUU, una buena parte eran criminales que dieron muy mala fama a estos Marielitos. La película El precio del Poder y su protagonista, el traficante Tony Montana, ayudaron a incrementar esa leyenda negra.

Con la intención de reivindicar la dignidad de ese colectivo, Rourke disputó bajo ese alias ocho combates profesionales entre 1991 y 1994, de los que ganó seis y dos fueron declarados nulos. Su debut tuvo lugar en Fort Lauderdale (Florida), el 23 de junio de 1991 y marcó la tónica de toda su carrera deportiva. Su rival fue un tal Steve Powell, un individuo cuya trayectoria consistió en seis combates, todos perdidos por KO. Las crónicas recuerdan el evento como una mascarada, con un pabellón lleno de celebridades y de un público ansioso por ver en directo a una estrella de la gran pantalla. Mickey se alzó triunfante tras cuatro asaltos que entraron de cabeza entre sus peores interpretaciones.

Un año y medio después, tras dos peleas de similar factura, el circo ambulante de Rourke tuvo una recordada parada en España. La cadena Telecinco, fiel a su estilo, le organizó una velada en Oviedo y aprovechó para pasearlo por su programa más estrafalario: Goles son amores, ese desconcertante pastiche de fútbol, vedettes semidesnudas y copla que Manolo Escobar condujo entre 1992 y 1993. En ese pandemónium soltaron a un confuso Mickey, acompañado de Poli Díaz y las Cacao Maravillao. Para los anales de la televisión española quedará el momento en el que Escobar le pide al actor lanzar un penalti y la reacción del pobre Mickey dudando si atizarle un puñetazo o una patada. Al balón.

Pero el evento de la capital asturiana no fue menos ridículo que lo acontecido en aquel plató de Telecinco. La cadena montó un espectáculo previo de varietés conducido por Loreto Valverde, en total sintonía con la colorista línea de la casa, que contribuyó a darle un toque aún más esperpéntico al conjunto. El boxeador profesional coruñés Iago Barros analizó la posterior pelea para este artículo y estas fueron sus conclusiones: "Aún me duelen los ojos de ver ese combate -aseguró entre risas-. Evidentemente estaba hecho para Mickey, que no sabe ni boxear. De hecho empuja a su rival, que ni siquiera le quiere pegar en la cara. No creo que fuese un combate real".

La totalidad de los periodistas y expertos de la época coincidieron en su día con el actual juicio de Barros. La trayectoria de Rourke fue un completo despropósito, una charlotada tras otra con un público que acudía a ver un espectáculo bufo, más que a disfrutar de una velada del noble arte del boxeo. Además, al actor se le notaba cada vez más desmejorado, en plena espiral descendente personal y física. En esa época empezó a aficionarse a la cirugía estética que le deformó el rostro, aunque él aún asegura que sus cambios faciales se debieron a los golpes que recibió sobre el ring, una excusa absurda teniendo en cuenta que siempre se rumoreó que sus rivales firmaban por contrato no darle en la cara.

La carrera deportiva de Rourke terminó en 1995, por problemas neurológicos. "Un día, el médico me preguntó cuánto iba a ganar en mi próxima pelea, en Atlanta. 'Mickey, un golpe más en la cabeza y no podrás contar ni el dinero', me dijo", relató en una entrevista. Pero su retirada no supuso el fin de su proceso de autodestrucción. En esos años alternó su problemática vida con terribles películas de acción y pequeños pero brillantes papeles indies, como los de Buffallo 66 (Vincent Gallo, 1996) y Animal Factory (Steve Buscemi, 2000).

Habría que esperar a 2008 para la resurrección del mito, a través de la película El Luchador (Darren Aronofsky), en la que Mickey da vida a un acabado luchador de wrestling con grandes paralelismos con su propia vida. El artista acompañó el estreno de la cinta con una campaña de prensa en la que no paró de disculparse por su disoluto comportamiento anterior, en unas interpretaciones tan memorables como las del filme que promocionaba. Lo que no parecía una dramatización fue su relato de los terribles abusos que sufrió de niño y que le produjeron los desequilibrios que arrastró el resto de su vida. Aunque ese año no ganó el Óscar al mejor actor, Mickey se estabilizó en lo personal y lo profesional. O eso parecía, porque en 2014 El Marielito volvió a subirse al cuadrilátero. El estrambótico evento tuvo lugar en Moscú, donde un apolíneo Rourke, que contaba ya con 62 primaveras, se enfrentó al desconocido Elliot Seymour, de 29 años. El resultado fue un contundente KO en el segundo asalto a favor de El Marielito, ensombrecido por las posteriores declaraciones de un indignado Seymour, en las que protestaba porque aún no le habían pagado la mitad de los 15.000 dólares que aceptó por dejarse ganar.