La detección de una cardiopatía durante el embarazo o en un niño es siempre una noticia inesperada y muy difícil de asimilar para la familia. Una bofetada donde más duele. Miedo, preocupación, incertidumbre, ansiedad, desesperanza, aislamiento y confusión son algunos de los sentimientos que puede generar el diagnóstico, principalmente en los padres, pero también en otros miembros del entorno más cercano del pequeño, y que se intensifican cuando hay que trasladarse a otra ciudad, o incluso a otra comunidad autónoma, para que el menor sea intervenido o tratado de su dolencia.

Ocho de cada mil niños nacidos en España llegan al mundo con una dolencia de este tipo, lo que se traduce en unos 4.000 nuevos casos cada año, siendo la patología congénita de mayor prevalencia en el país. Los avances médicos han conseguido que hoy sobrevivan casi nueve de cada pequeños -cuando hace menos de medio siglo el diagnóstico era casi una condena a muerte-, de ahí que hayan surgido nuevas necesidades sociales y económicas para las familias que se enfrentan a esta situación. Necesidades que ayer fueron puestas sobre la mesa en el I Encuentro de Cardiopatías Congénitas organizado por la Fundación María José Jove y el Hospital Materno Infantil Teresa Herrera, que reunió en la sede coruñesa de la entidad cerca de setenta afectados, familiares y especialistas en estas dolencias.

"La cardiopatía congénita es una carrera de fondo", reconoce Cristina Rivas, gallega de 45 años que compartió su experiencia con los participantes en el encuentro. Su intervención fue un mensaje de esperanza, una bocanada de aire fresco para los afectados por ese tipo de dolencias y sus familiares. "La enfermedad te condiciona hasta donde tú quieres que lo haga", subraya, sonriente.

Cristina es una superviviente. Nació con un solo ventrículo en el corazón, aunque su familia no fue consciente de ello "hasta que tenía cuatro o cinco meses". "En el 73, las cosas no eran como ahora, que la mayoría de las cardiopatías se detectan mediante pruebas de imagen durante el embarazo. Mi madre empezó a ser consciente de que algo no iba bien porque me costaba mucho comer, me ponía de color morado, me faltaba el aire y mi desarrollo empezó a ser más lento que el de otros niños de mi edad", explica. Ahí empezó su "periplo" por los hospitales. En La Paz de Madrid les confirmaron el diagnóstico. "Me operaron por primera vez cuando tenía trece meses, y después tuve que volver a pasar por el quirófano en dos ocasiones más, a los 8 y a los 12 años, mediante una técnica que se denomina Fontán, que conlleva bastante riesgos, pero que era mi única opción. La recuperación fue dura, el postoperatorio se complicó y pasé cinco meses hospitalizada, fuera de Galicia, de mi casa, con lo que eso supone. Pero esa intervención significó un antes y un después: a partir de ahí pude hacer una vida normal, con ciertas limitaciones sí, pero terminé mis estudios, me saqué una carrera universitaria, empecé a trabajar...", rememora.

Sin embargo, en 2014 la salud de Cristina sufrió un repentino bajón. El doctor Oliver, el cardiólogo de La Paz que había llevado hasta entonces su caso, le hizo "un montón de pruebas" y concluyó que la técnica con que le habían salvado la vida treinta años antes había fracasado. Solo tenía dos opciones: volver a someterse "a una Fontán evolucionada" o a un trasplante. "Mi cardiólogo me recomendó el trasplante, y no lo dudé. Entré en lista de espera y, seis meses después, me llamaron para devolverme la vida", recuerda, emocionada. La intervención, realizada en el Hospital de A Coruña, fue todo un éxito: "El doctor Francisco Portela, que fue quien me operó, me dijo que mi nuevo corazón era como el motor de un Ferrari". Y vaya si lo es. Le permitió decir adiós a una cardiopatía congénita y le hace ver ahora la realidad de otra manera. "Tengo una vida nueva", proclama.