Leía tranquila el periódico en el bar de siempre y después de ojear por encima la sección de política me topé con la triste noticia de que en breve no quedarán orcas en el Ártico. Mencionaban el asunto de los vertidos químicos como una de las causas responsables de esta realidad. Pero todos sabemos que ésa es sólo la gota que colma el vaso.

Es una evidencia, aunque algunos miren hacia otra parte y prefieran negarlo, que desde la Prehistoria el ser humano está diezmando la fauna y la flora de nuestro hermoso planeta.

Según nos cuenta el escritor Yuval Noah Harari en su libro Sapiens: "No crea el lector a los ecologistas sentimentales que afirman que nuestros antepasados vivían en armonía con la naturaleza. Mucho antes de la revolución industrial, Homo sapiens ostentaba el récord entre todos los organismos por provocar la extinción del mayor número de especies de plantas y animales. Poseemos la dudosa distinción de ser la especie más mortífera en los anales de la biología".

Pero tal y como explica el historiador hebreo, no es un asunto que empiece con la revolución industrial, como a veces nos quieren hacer creer. Dos mil años después de la llegada de los sapiens, la mayor parte de los animales de América y de Australia habían desaparecido. Así que básicamente podemos concluir que con la revolución industrial se culminó una inercia que empezara ya en la Prehistoria.

Es importante tener en cuenta que en la Prehistoria el hombre luchaba por su supervivencia y no era consciente de que en pocos milenios se multiplicaría exponencialmente. Y pasaría de unos miles de personas a millones en un intervalo de tiempo relativamente corto.

Homo sapiens tuvo que vivir en condiciones climáticas insoportables; ser devorado por animales salvajes y ver cómo los suyos morían de frío y hambre si no cazaba lo suficiente.

El problema radica en cómo ha evolucionado ese instinto primitivo. Más bien, diría yo, cómo se ha pervertido a lo largo de la historia hasta convertirse en obsesión por controlar y adaptar la naturaleza a nuestros caprichosos deseos.

Tanto es así que a pesar de todos los avisos que nos ha dado la madre tierra no hemos sido capaces de tomar las medidas necesarias para detener la ola de destrucción resultante de nuestro ADN.

Es una triste noticia que desaparezcan las orcas, pero nadie les hará un funeral. Ni tampoco será el tema principal del día. Desaparecen igual que desaparecieron los diprotodontes, o los mamuts o la mayoría de aves y mamíferos. Nos duele a unos pocos nostálgicos, pero a la vez no nos queda otra que resignarnos.

Aunque haya ONG que protegen el medio ambiente y unos cuantos centenares de activistas románticos dispuestos a todo, no es suficiente para convencer a la población hacinada en las ciudades y que forma parte de una cadena de producción imparable.

El trabajo y las obligaciones familiares absorben de tal manera que a veces nos convierten en sujetos pasivos. Somos los consumidores perfectos. Sin tiempo para plantearnos si lo que estamos haciendo o consumiendo tiene o no sentido. Y si no lo tiene, ¿a quién se le ocurre poner en peligro el sustento de los tuyos?

Cuando los primeros sapiens decidieron asentarse y convertirse en agricultores y ganaderos no imaginaron tampoco que serían mucho menos libres que antes. Que las condiciones de vida serían incluso más duras. Que comerían peor y que las plagas, las sequías, el hambre, la peste y las guerras los aterrorizarían.

Fue entonces cuando el instinto de supervivencia pasó a convertirse en necesidad de control y surgió la política.

Durante la revolución industrial, y a mayor producción peor, entonces ese miedo culminó en un estado de alienación. Al alejarse de la naturaleza, el hombre no sólo no se había liberado sino que se había convertido en un esclavo. Cuanto más trabajaba, menos tenía que echarse a la boca. Fue entonces cuando llegaron las grandes revoluciones propiciadas por filósofos como Marx y Engels y el proletariado luchó por adquirir algunos derechos.

A mi parecer, a pesar de ciertas mejoras en derechos y sanidad, el hombre sigue sintiéndose esclavizado. La alienación a un sistema que no puede controlar y que pone por delante los intereses de las grandes corporaciones al de las personas le hace sentir como si fuera un títere y le resta lucidez y energía para posicionarse y ser capaz de actuar de una forma distinta.

Ojalá pronto tomemos consciencia de la situación y recuperemos la dignidad de los hombres y mujeres antiguos.