Hay dos películas de Bernardo Bertolucci que no he dejado de ver. Siguen siendo, para mí, las dos mejores de su carrera. Con El conformista, basada en la novela homónima de 1951 de Alberto Moravia, el desaparecido director de cine ampliaba su reflexión sobre la complejidad humana y sus ambivalencias a través del protagonista, Trintignant, que busca en el fascismo una máscara para ocultar su temida homosexualidad. Pero a la vez, perfecciona un estilo personal en el que la nouvelle vague se mezcla con esa ambición que empezaba a atraerle hacia el gran espectáculo y en el que destaca la fotografía de Vittorio Storaro.

Gracias en parte a esos contrapuntos de luz magistrales, las imágenes claras y oscuras, El conformista mantiene su impagable elegancia natural, una atmósfera de suspensión enrarecida, dentro de un patrón sinuoso y una ligereza casi volátil que encierra el drama perverso de la cobardía venenosa de su personaje principal, Marcello Clerici, miserable y delator en un contexto de poder violento en la Roma de Mussolini. A él se adhiere silenciosamente como colaborador y lo hace de la forma más siniestra. Bertolucci arma con un juego de luces, sombras, primeros planos y tomas silenciosas, el intento desesperado de Clerici de buscar su propia normalidad en medio de una fiel reconstrucción histórica. La he vuelto a ver todavía no hace mucho y me sigue pareciendo una obra maestra.

Dos años después de El conformista, en 1972, llegaría El último tango en París, donde las contradicciones, las pasiones, la cinefilia y los recuerdos literarios -Sade y Bataille, Godard y Vigo- se asocian de manera íntima para expresar la soledad y la distancia entre los sexos. Una pretensión culta que enseguida encuentra una respuesta altisonante y ajena en el escándalo social: los famosos ocho segundos en los que Marlon Brando le practica la sodomía con la mantequilla a la joven actriz Maria Schneider y que desatan múltiples ocurrencias y chascarrillos, pero también la indignación entre los inquisidores. Bertolucci se afianza como un maestro transgresor. La censura italiana destruye los negativos de la película y sería necesario esperar a 1987 para reestrenarla sin ser considerada obscena. Del mismo modo que Giordano Bruno fue quemado en la hoguera por orden de la Inquisición, al director italiano lo privaron de sus derechos civiles durante cinco años. Si en Estados Unidos El último tango fue recibida entre las élites cinefilas como "la película erótica más poderosa y liberadora jamás filmada", en Italia se convirtió en la obra de un monstruo herético.

Para algunos no ha dejado de ser un tormento maravilloso. Va más allá de cualquier otra película en la expresión de la soledad del ser humano y, al mismo tiempo, guarda un halo romántico de eternidad que se vuelve mítico gracias a la música inolvidable de Gato Barbieri. Brando, que se había inventado el detalle de la mantequilla, culpó durante tiempo a Bertolucci de haber excavado demasiado en su intimidad. La pobre Maria Schneider, debutante y sin la suficiente fortaleza mental, pagó el resto de sus días el trauma de la violación en la película con un malditismo sobrevenido que la arrastró a la mediocridad y a las clínicas de tratamiento psiquiátrico. No quiero pensar lo que hubiera ocurrido hoy, en las circunstancias actuales, con la insistencia de Bertolucci en que Schneider sintiese la humillación en vez de fingirla.