Yo soy de los que pregonan la sensatez, la contención, la prudencia. Los padres, los familiares, los amigos y amigas íntimas de Laura Luelmo son los que tienen derecho a llorar, a maldecir, a amenazar, a quebrarse agónicamente, a maldecir hasta el aire que todavía respiran y ella ya no. Pero creo que a los demás no nos corresponde. No podemos ni debemos permitirlo. Empezando por los responsables políticos. Al menos deberían guardar silencio hasta que se conozcan los resultados de la autopsia, porque, sinceramente, parecen parasitar el (aun hipotético) crimen desde el primer momento. Luego están los veloces miserables de ambos lados: las que nos advierten que todos —y en especialmente los hombres— somos los asesinos o los que no tienen ni el ápice de humanidad suficiente para evitar, durante unas horas, el asqueroso discurso de descalificación y burla de las denuncias y alertas feministas. Se han podido leer y escuchar cosas aterradoras desde que se encontró el cadáver de la joven profesora desaparecida hace días. Barbaridades para potenciar el horror de un asesinato infame que se ha llevado una vida vibrante y enamorada de las vidas ajenas.

Esto tiene que acabar. A algunos no les gusta la frase. Creen que los sentimientos que engendran este mandato imperativo son comprensibles, pero participan de un buenismo que solo puede llevar a la frustración, porque, por muy bien que se hagan las cosas, continuarán produciéndose asesinatos. Seguirán matando a nuestras compañeras de vida. Yo lo entiendo de otra manera. Las madres y abuelas de la Plaza de Mayo se concentraban todas las semanas bajo un lema: "Nos los quitaron vivos y queremos que nos los devuelvan vivos". Muchas, muchísimas abuelas y madres sabían que sus hijos y nietos, desaparecidos en las fauces de la dictadura militar, estaban muertos, muertos para siempre, muertos sin remedio. Pero exigir que regresen era el imprescindible ejercicio de una memoria que no se resigna ante la brutalidad del poder. Que no está dispuesta a callar. Que no está dispuesta al consuelo. Que no va a pactar con el olvido. No se exige la resurrección de los muertos: se demanda y proclama que no serán olvidados y que existe una responsabilidad individual y colectiva en la matanza. Cuando se dicen —y lo dicen, en primer lugar, las feministas, demostrando su fuerza, su decencia, su papel ahora mismo en la vanguardia para una vida común más digna— que esto tiene que acabar es que debemos acortar el tiempo para considerar esta situación tolerable moralmente tolerable. Y que existe una responsabilidad individual y colectiva para que termine un día esta ignominia. No, el responsable de los asesinatos es siempre el asesino, pero vivir en un ámbito donde todavía son agredidas, golpeadas, insultadas, violadas y asesinadas mujeres nos envilece. Ese y no otro es el significado del compromiso de que esto tiene que acabar. En nombre de Laura. En nombre de miles de mujeres asesinadas solo por serlo. En nombre de todas y de todos.