La ciencia determina que hay diferencias entre el cerebro del hombre y el de la mujer gracias a las resonancias magnéticas que muestran la actividad en los hemisferios cerebrales.

Existe en el hombre una mayor proporción de fibras nerviosas mielínicas, lo que favorece a la comunicación entre hemisferios. La corteza parietal, encargada de procesar los signos de los órganos sensoriales y la percepción del espacio es también mayor en el varón.

Sin embargo, el lóbulo frontal de la mujer es proporcionalmente más grande al del hombre. En esta región se procesa la resolución de problemas. También es más grande la corteza límbica, encargada de regular las emociones.

Más allá de todo esto, cada cerebro tiene diferentes matices porque cada individuo está determinado por una genética y una epigenética específica.

Suele decirse que los hombres son menos emocionales que las mujeres. No porque no tengan esa capacidad sino porque las reglas del juego social se lo han permitido menos y por ello no lo han desarrollado tanto.

Ese supuesto exceso de racionalidad que se les atribuye y del que a veces nos quejamos es útil sobre todo en momentos en los que hay que reaccionar con sangre fría y rapidez. Hace poco experimenté una situación que me lo demostró.

Una persona muy querida acababa de ser operada con éxito y supuestamente estaba despertando de la anestesia. Estábamos en la UCI. Todo transcurría con normalidad aunque la operación había sido de cierto riesgo y la persona en cuestión no era joven.

De pronto, empezó a mover los ojos y la lengua de una forma extraña.

Desconcertada avisé a las enfermeras.

Observé un gesto de preocupación en los rostros de quienes la atendían.

Las constantes vitales estaban en desequilibrio. La escena era dantesca. Todo el mundo corría pero nadie parecía entender lo que estaba sucediendo. Imaginé lo peor. Se estaba muriendo.

Me desmonté.

Empecé a verlo todo borroso y sólo recuerdo que nos sacaron de allí y nos llevaron a una sala de espera blanca y pequeña. Yo no podía parar de llorar y sin embargo él cogió el teléfono y marcó un número.

El médico de turno vino a explicar que debía descartar que no se hubieran producido daños cerebrales irreversibles. La bajarían a otra planta para hacerle una prueba. Su semblante era funesto como si ya diera por hecho el resultado.

No podía creerlo. Cómo era posible que de golpe el timón del barco hubiera virado ciento ochenta grados y nos encontráramos inmersos en el peor escenario posible.

Él seguía al teléfono. Impasible. Su mirada no mostraba emoción alguna. Por un segundo no pude evitar preguntarme, pero qué hace llamando por teléfono en una situación así.

Lo que yo no sabía es que la paciente estaba teniendo una reacción a la anestesia y que él lo había intuido. Y que estaba contactando con el anestesista que casualmente aún estaba en la clínica. Afortunadamente para nosotros no se había ido aún a casa.

Gracias a esa llamada, el anestesista irrumpió en cuidados intensivos y rápidamente aplicó el antídoto que se utiliza para despertar de la anestesia. En pocos minutos lograron estabilizarla y finalmente descartaron hacer el scanner cerebral.

A mí no se me hubiera ocurrido jamás llamar al anestesista. De hecho no llevaba ni el móvil encima. Menos mal que a él, más cerebral que emocional, se le ocurrió hacerlo.