En estos tiempos de continuas posverdades, el debate entre realidad y leyenda como sustento de un relato histórico ha recuperado su vigencia. Y, como en todo, nadie se pone de acuerdo al respecto. Hay quien piensa que la verdad debe prevalecer siempre, por muchos esquemas previos que trastoque, mientras que muchos no comparten esta opinión. Por ejemplo, en El hombre que mató a Liberty Balance (1962), John Ford deja claro que considera mucho más relevante la construcción mítica de un hecho y las consecuencias populares de esa creencia que los fríos y objetivos datos. "Si tengo que elegir entre publicar la verdad o publicar la leyenda „aseguraba en el filme el editor Carleton Young ante un atónito James Stewar„, elijo la leyenda". Y de eso mismo trata esta historia: de una realidad, de un mito y de sus consecuencias.

Este relato arranca a principios de los 90. En esos años, el hip hop estaba ya consolidado como la voz de los barrios negros de EEUU. De Grandmaster Flash a NWA, pasando por Public Enemy, Run DMC, Boogie Down Productions e Ice-T, centenares de jóvenes afroamericanos expresaban a base de rimas las frustraciones e injusticias de su vida cotidiana. Era una música creada por una minoría discriminada que en 1990 había logrado, por fin, su primer número uno en las listas. El problema fue que ese gran éxito era obra de un blanco surgido de la nada y apoyado por una gran compañía. ¿Les suena el término apropiación cultural? Pues aquí tienen un ejemplo.

Por supuesto, esto no era nada nuevo. Que le pregunten a Chuck Berry y Little Richard la cara que se les quedó cuando, tras inventar el rock and roll, vieron como los millones se los llevaba un blanco con tupé que los imitaba. En los 90 fue otro blanco con tupé, apodado Vanilla Ice, quien recogió los dólares de lo que sembraron los colosos del rap antes enumerados. Y eso no estuvo nada bien.

El exitosísimo single en cuestión se titulaba Ice Ice Baby (1990) y no hay nadie en el planeta que no lo haya bailado alguna vez. Sobre un sampler del Under Pressure de Queen, el bueno de Vanilla soltaba ripios, daba brincos con sus pantalones bombachos y sumaba ceros a su cuenta corriente. En eso andaba nuestro protagonista cuando comienza esta historia. O este mito.

Los hechos contrastados que vertebran el episodio son que, en 1991, Ice volvió una noche a su habitación del Bel Age Hotel de Bel Air y que allí le esperaban Suge Knight y su séquito de tipos grandes como castillos, negros como el carbón y con sospechosos bultos en sus chaquetas. Para el que no lo sepa, Knight era el productor más peligroso de la soleada California, un tipo tan malo que dejaba a Phil Spector al nivel de una monjita de Atocha. Más que un empresario musical, Suge era un gangster del barrio de Compton que había visto en el rap una oportunidad de negocio que no iba a desaprovechar. Y esta visita a Vanilla era un peldaño más en su escalada hacia el éxito.

La excusa de esa improvisada reunión era reclamar al lechoso rapper parte de los beneficios de su hit, por la supuesta participación en su composición de un socio de Knight. En este punto concreto, en plena discusión, es donde entra en funcionamiento la épica. Las fuentes apócrifas señalan que Suge y dos de sus matones arrastraron a Vanilla al balcón de su suite y lo descolgaron al vacío sujetándolo por los pies, mientras le sugerían amablemente que accediese a sus peticiones monetarias. Ambos implicados niegan que sucediese exactamente así.

"Fui a mi habitación de hotel y Suge estaba allí con varias personas „relató Ice en un documental de la serie Behind The Music en 1999„. Me dijo que quería hablar de algunas cosas sobre el disco Ice Ice Baby. Salimos solos al balcón y comenzó a hablarme. Me hizo mirar por encima del borde, mostrándome lo altos que estábamos. Casi necesité un pañal ese día". El resultado de la charla, con o sin descolgamiento, fue un acuerdo por el que Vanilla pagó a Knight entre tres y cuatro millones de dólares.

Aquí es donde empieza a girar nuevamente la rueda del mito. Con el dinero que Suge le afanó al aterrado Ice „recordemos, ganado gracias a un expolio sin contemplaciones de la cultura afroamericana„, el empresario puso en funcionamiento el sello Death Row Records. Fueron esos millones los que financiaron de forma directa el primer LP de la casa, que resultó ser el mejor disco de hip hop de todos los tiempos, un álbum revolucionario que supuso un paso de gigante para la música contemporánea, a la altura de cualquier maravilla de John Coltrane o Stevie Wonder. Hablamos de The Chronic, de Dr. Dre (1992).

La leyenda, o más bien lo que nos habría gustado creer, es que un Robin Hood salido del barrio más chungo del país se atrevió a atracar a una despiadada multinacional y su títere blanco, para luego reconvertir ese dinero sucio en obras maestras de artistas tan importantes como el propio Dre, Snoop Dogg y Tupac Shakur. Pero la realidad es que esa noche Knight perpetró un robo digno del Al Capone negro que creía ser, con el único objetivo de enriquecerse y poner en marcha su sello, que si bien es cierto que publicó los mejores trabajos de estos tres genios, tuvo ramificaciones delictivas muy negativas para su comunidad que terminaron con Suge entre rejas.

Dejando de lado lo que pudiese contener de realidad y de leyenda, a nadie se le escapa lo irónico de este episodio ni lo poco determinante que fue el aspecto racial en su desarrollo. Otros raperos blancos exitosos, como Beastie Boys y Eminem, gozaron del respeto de sus colegas afroamericanos gracias a su talento y autenticidad.

Un caso similar y más cercano es el del mundo del flamenco, donde nadie dudó de la genialidad de Paco de Lucía y Enrique Morente, pese a no ser gitanos. Porque el problema del caso de Vanilla Ice y otras apropiaciones parecidas no es étnico ni social, viene por el uso descontextualizado de ciertos códigos culturales ajenos de forma frívola, con el amparo publicitario de multinacionales y con el único objetivo de hacer caja.

No quiero decir con esto que las que lo cometan merezcan ser colgadas por los pies desde el balcón más alto de, por ejemplo, el Hotel Arts de Barcelona. Pero sí que deberían estar dispuestas a oír feroces críticas por su desfachatez.