L o que queráis: Netflix, la multidifusión, los cliffhangers, el poshumor, los spin-offs, Movistar+, las temporadas, los spoilers, el hype, los plot twists, los crossovers, el manejo de los flahbacks y los flashforwards, las nuevas técnicas de animación, el face splitting, los efectos especiales, HBO... Pero al final todo depende de que Phoebe Waller-Bridge se siente delante de su ordenador y tenga una idea brillante tras otra hasta cerrar los doce capítulos de las dos temporadas de Fleabag. No basta con tener una buena idea: hay que tener una buena idea principal y unas veinte o veinticinco buenas ideas subordinadas. Y por cada buena idea, hay que tener tres o cuatro páginas de diálogos brillantes, y seis o siete soluciones visuales para ir mostrando el avance de la acción según interesa. Puede desarrollarse la técnica y las series de televisión todo lo que quieran, pero desde Aristófanes hasta hoy no hay otra forma de realizar una absoluta obra maestra como Fleabag más que la anteriormente descrita.

Decía el insustituible Jorge Wagensberg que, en la ciencia, a más cómo, menos por qué. En la televisión eso quiere decir que a más posproducción, menos guion. Los maravillosos efectos especiales se han acompañado, como la cara acompaña a la cruz en una moneda, de un empobrecimiento de las tramas, y los avances técnicos se han apoyado en la banalización de los personajes ficticios como una mano se apoya en la otra para aplaudir. Pero, alabado sea el Señor, hay excepciones: Waller-Bridge ha escrito e interpretado la ¿comedia, drama, serie de terror, monólogo? más interesante del momento, usando ese manido truquito de vieja zorra: tener un talentazo descomunal, dejarse de pijadas e ir directamente al núcleo atómico de las relaciones humanas en la sociedad actual. Fleabag no sólo deja a las claras cuáles son sus virtudes, sino que señala con precisión cuáles son los defectos de las demás series del momento: Netflix, la multidifusión, los cliffhangers, el poshumor, bla, bla, bla... A por ella.