En el Far West, los pioneros se envolvían en amplios guardapolvos cuando se disponían a atravesar las llanuras cabalgando a lomos de su caballo o en las caravanas de digilencias. La misma palabra lo indica. La prenda estaba pensada para proteger al cowboy del polvo del desierto. Se lo verían a Liberty Valance, por ejemplo. O a Condemor, el pecador de la pradera. Por citar dos iconos. En la dehesa Ambiciones también se usa el guardapolvos. Los terratenientes, en general, se valen de la prenda cuando recorren sus vastas posesiones. Son estampas de los buenos tiempos, de los tiempos de vacas gordas. Una bien puede imaginarse a Cachuli, en los tiempos de dientes, dientes, pasando revista a la ganadería de Cantora. O al mismo Jesús, cuando le vigilaba un tigre las puertas, en su caseta, y él estaba en la cima del mundo. Ahora ha vuelto a la finca y ha recuperado, cuanto menos, la prenda. Siquiera sea para el posado. Un guardapolvos, a estas alturas, resulta extemporáneo, si quieren, pero vintage, y poderoso. Queda resultón, ese hombre, con el guardapolvos al viento, la mirada en el horizonte de sus tierras. Humberto campó allí también en tiempos. Pero el perfil no era el mismo. Ni la planta. Ni el polvo.