El presidente de EEUU, Donald Trump, recurrió ayer a uno de los viejos trucos de negociador agresivo que hace ya décadas le enseñó el abogado Roy Cohn, brazo jurídico de la caza de brujas mccarthyana. Fue Cohn quien le explicó que la mejor manera de minimizar los daños de una metedura de pata era demandar sin miramientos a la víctima del desaguisado. Se gana así una baza susceptible de ser utilizada como arma en una posterior negociación.

Trump ha decidido incluir ese viejo truco del ataque preventivo en la batería de medidas que prepara para hacer frente a la pandemia del coronavirus. Desde la próxima madrugada, los europeos de cualquiera de los 26 países integrados en el espacio Schengen tendrá prohibido viajar a EEUU. La prohibición durará en principio 30 días, pero podrá ser ampliada o restringida en función de la evolución de la crisis sanitaria.

El magnate no ahorró una buena descarga de fuego adicional en su anuncio, al hacer responsable a la Unión Europea de la extensión en EEUU del virus, al que calificó de "extranjero". "La Unión Europea no tomó las mismas precauciones (que Estados Unidos) y no restringió los viajes desde China y otros focos del virus. Como consecuencia, una gran cantidad de nuevos casos en EEUU fueron provocados por viajeros venidos de Europa", dijo Trump.

Lo curioso es que la inusitada prohibición decretada por Trump es tan estruendosa como su falta de efectividad previsible, ya que al limitarse al espacio Schengen, deja fuera al "amigo británico" y convierte a Londres en una diáfana puerta falsa para entrar en EEUU. Con inocencia puede pensarse que la excepción es, en efecto, un signo amistoso hacia ese Reino Unido que acaba de salir de la Unión Europea. Con algo menos de candor debe entenderse que la puerta falsa, intencionalmente abierta, delata que la medida no es sino una traca destinada a ahogar otros ruidos.

Los ruidos podrían muy bien ser los siguientes. Con unos 330 millones de habitantes, Estados Unidos registraba anoche 1.573 casos detectados de coronavirus y 40 muertos. En España, con una población de 47 millones, a la misma hora, los casos detectados eran 3.126 y los muertos atribuidos al virus, 86. Resulta evidente que el maligno Covid-19 se está mostrando espléndidamente benigno al llegar al país de las barras y estrellas. O que los "numerosos casos" propagados por europeos son una legión que se desplaza a baja velocidad y en las sombras. O, tal vez sea que las cifras de EEUU no acaban de resultar del todo creíbles.

No se trata de lanzar acusaciones de ocultación, que las habrá aquí y allá en todo el planeta. El problema de la detección de casos de infectados es otro, y muy sencillo de entender.

Para encontrar positivos hay que hacer pruebas. En países donde prima la sanidad pública, como España, se hacen con cargo al erario público, aunque es evidente que se restringen a los casos con síntomas más graves para evitar una de las múltiples vías de colapso del sistema sanitario.

De hecho, solamente hay noticia de un país que haya hecho una campaña pública de detección a gran escala: Corea del Sur, con más de 200.000 pruebas. De ahí que, con una población de 51 millones de habitantes, presentase anoche 7.869 casos detectados, con 67 muertos. Gracias a la amplitud de la muestra acometida, el contraste entre casos detectados y enfermos fallecidos, o sea la letalidad del virus, arroja en Corea del Sur un porcentaje mucho más bajo que en la mayoría de los países (0,85%), lo que en realidad es una muy buena noticia.

El problema de las cifras de EEUU es otro y deriva de la primacía de la sanidad privada en ese país. No se hacen apenas pruebas „cuyo coste unitario es de unos mil dólares„ porque, además de no haber sanidad pública que las practique, millones de estadounidenses no las pedirán nunca, al carecer de seguro médico o tener suscrita una póliza que no las cubre.

Se calcula que en Estados Unidos hay unos treinta millones de habitantes sin seguro médico y otros cuarenta millones de titulares de pólizas a las que solo pueden recurrir en situaciones de extrema urgencia, dado que implican copagos y franquicias imposibles de abordar. Descarten que se hagan la prueba del coronavirus.

Para agravar el problema, los estadounidenses tienen la curiosa costumbre de acudir a trabajar aunque estén enfermos. Se calcula que en el último año es algo que ha hecho uno de cada dos. ¿Por qué? Sencillamente porque no hay ninguna ley federal que obligue a las empresas a cubrir las bajas médicas. Solo algunos estados del norte del país tienen una legislación sobre bajas e incluso hay estados, como Florida, que han legislado en sentido contrario. En otras palabras, casi una tercera parte de los trabajadores estadounidenses vive en el dilema: o van a trabajar con la enfermedad a cuestas o no cobran.

Respecto al número de muertos, solo 40, resulta fácil comprender que, con más de 600.000 personas sin hogar y con alrededor de once millones de personas que carecen de papeles, es imposible que se llegue a determinar cuál ha sido el desencadenante de muchos fallecimientos de las últimas semanas. Un entierro será lo más a lo que habrán podido aspirar los deudos, en caso de que los tengan. Esta es la bomba de relojería que Trump tiene ahora mismo bajo los pies. Una bomba que explica la desmesura de la ruidosa prohibición de entrada al país a partir de la próxima madrugada.