Como cada día desde hace 23 años, Luisa coge a las dos de la tarde el autobús para ir al hospital La Fe de Valencia, donde trabaja como limpiadora. Lo hace con miedo, pero se siente satisfecha porque desde los balcones le agradecen su trabajo. "En el hospital somos las invisibles de la vida", dice.

A Luisa -nombre ficticio- no es que le guste su ocupación, simplemente es la suya durante "muchos años". Y piensa que, cuando limpia, hace "cosas buenas por la gente", dice a Efe en una conversación telefónica.

Cosas buenas como tomarse su tiempo para pasar la bayeta sobre la mesita o las superficies en las que sabe que se apoyan más a menudo los pacientes o sus visitantes. "A veces te meten prisa pero tú te llevas tu tiempo porque dices: Si yo estuviera aquí ingresada me gustaría que la habitación estuviese lo mejor posible".

En un hospital, esos pequeños gestos de las limpiadoras pasan casi siempre desapercibidos. No los suelen ver los pacientes ni los familiares, y Luisa cree que el resto del personal tampoco se da cuenta de que todos son compañeros, todos son del hospital.

A ella no le ha pasado, pero, según dice, el otro día una auxiliar le negó a una de sus compañeras la mascarilla que necesitaba para trabajar. "Hay gente que te mira y piensa que estás limpiando y ya, que no piensa que tú eres una persona. Hay gente así, por desgracia; creo que existe la discriminación", lamenta.

Sin embargo, Luisa cree que la pandemia ha cambiado algunas percepciones y agradece que los aplausos de las ocho de la tarde también sean para ella. "Es una cosa muy bonita, te llena. Sientes que la gente desde fuera te está apoyando, te da esperanza y fuerza para seguir adelante".

Comenta que todo ha ido "muy rápido" con el coronavirus, también en su trabajo. Hace dos semanas recibió un curso de protección de riesgos laborales y desde entonces ha recibido órdenes distintas porque, lo que un día se decidía, al siguiente prácticamente ya estaba obsoleto. "Vamos a lo loco", resume.

Luisa trabaja con guantes, mascarilla y una solución de lejía con jabón con la que limpia todo con extremo cuidado. No tiene un equipo especial, pero sí cuentan con él quienes acceden a la habitación de un infectado por coronavirus: mascarilla, traje de plástico, doble guante, gafas y gorro y un protocolo que incluye desechar el paño a una bolsa negra de basura que después se quema.

A la habitación del infectado por el coronavirus entra solo una de ellas, pero otra espera a la puerta para cerciorarse de que los nervios no juegan una mala pasada y que, tras la desinfección, la compañera se quita el material de protección según les han indicado. "Entre nosotras nos apoyamos mucho", dice.

Pero nada es igual en el trabajo, ya no habla con nadie. Al llegar, va a su taquilla, se pone el uniforme, su material de protección y se dirige a limpiar al área que tiene asignada. Ya no se junta con sus compañeras en la pausa de diez minutos ni en la de media hora para merendar.

"Ahora me siento mal, es todo como surreal, en el trabajo nadie habla, es como si estuviéramos viviendo un sueño, te sientes que se te baja el ánimo. Ahora es todo más deshumanizado, te sientes sola", explica.

Cuando acaba su jornada, Luisa coge el autobús para volver a su casa con el miedo pegado al cuerpo: teme contagiar a su marido o a Enrique, su hijo con discapacidad, que lleva peor que los demás la reclusión porque no es capaz de entender lo que sucede, "solo siente que ha perdido sus rutinas y lo traduce en nervios".

Así que también en casa la jornada sigue. Cuando ella llega, su marido ya se ha ido a trabajar y una empleada doméstica se ha quedado durante una hora al cuidado de su hijo.

Luisa se ducha, se cambia, le da el relevo. "En momentos como este se te acumulan muchas cosas, esto se suma a todo lo que está pasando con el virus", cuenta Luisa, una "invisible de la vida" que en días como estos saca fuerzas porque su trabajo ha emergido como lo que siempre ha sido: imprescindible.