No hace mucho, cuando todavía estábamos impartiendo docencia de manera presencial, en plena clase de Historia Económica Mundial uno de mis estudiantes de primer curso del grado de Economía en la Universidade da Coruña planteó una cuestión que me ha venido a la memoria estos días. Acabábamos de empezar un tema dedicado a la economía europea precapitalista y estaba explicando su modelo básico de funcionamiento. Este modelo integra una serie de variables, entre ellas, la población, como representante de la demanda potencial. Ello me llevaba a exponer cuál fue el comportamiento demográfico de la Humanidad hasta la primera Revolución Industrial. En dicho comportamiento, además de las altas tasas de natalidad y de mortalidad y el bajo crecimiento demográfico a largo plazo, hay una característica recurrente: las crisis de mortalidad a corto plazo. Cada pocos años, repuntaba el número de fallecimientos rebasando la tasa media de mortalidad, ya de por sí elevada, de tal forma que podía llegar a absorber el crecimiento demográfico anterior. Este hecho mantenía tres causas fundamentales, a veces interrelacionadas: las guerras, las enfermedades y las crisis de subsistencia.

Pero, a medida que algunos países entraban en la era industrial experimentaban simultáneamente un proceso de transición demográfica que los conducía hacia un ciclo demográfico moderno con menores tasas de mortalidad y de natalidad. Asimismo, las crisis de mortalidad tendían a disminuir su frecuencia „o incluso podían desaparecer„ en el mundo desarrollado. Con el progreso en la producción y la productividad agrarias, las crisis de subsistencia reducían su incidencia sobre la población. En paralelo, los avances médicos y farmacológicos desde finales del siglo XVIII contribuían a reducir las tasas de mortalidad por enfermedades que hoy en día calificaríamos de comunes pero contra las que entonces no había defensa posible. El descubrimiento de la penicilina en el siglo XX supuso un gran salto hacia adelante en la lucha contra las enfermedades infecciosas junto con la mejora en la higiene personal y los servicios de agua y saneamiento de las poblaciones. Precisamente, la ciudad de A Coruña tuvo que esperar a comienzos de la centuria pasada para que los coruñeses dispusiesen de agua corriente en sus casas.

En ese momento, ese atento alumno reparó en que nuestra sociedad del siglo XXI, inserta en lo que se supone "Primer Mundo", no estaba exenta de volver a vivir crisis de mortalidad provocadas, o bien por conflictos bélicos, o bien por grandes epidemias. Ante su pregunta de si podíamos volver a vivir una guerra o una epidemia al estilo de la peste negra, mi respuesta fue afirmativa. Recuerdo haber hecho un comentario ligero „del que ahora me arrepiento profundamente„ respecto a la posibilidad de que un día un arqueólogo abriese por error una tumba en la que se conservase intacto el Yersinia Pestis y se produjese una nueva catástrofe demográfica. No ha sido ese bacilo, sino un virus nuevo el que ha vuelto a poner en jaque al mundo. Según los datos de la OMS, la tasa de mortalidad causada por la Covid-19 no parece alcanzar las cotas de la peste negra; ésta, según las estimaciones disponibles, supuso la pérdida de la tercera parte de la población europea en el espacio temporal de un siglo y varios árboles genealógicos fueron arrancados de cuajo. Además, esa gran epidemia fue acompañada de la famosa Guerra de los Cien Años y de diversos enfrentamientos, ya no solo entre reinos, sino entre nobles, entre estos y la realeza y con el campesinado. Esa depresión bajomedieval partió en dos la historia europea y abrió las puertas a la Edad Moderna cambiando las bases económicas y políticas de gran parte del continente.

Puede que el efecto demográfico de la Covid-19 no sea tan fuerte como esa gran pandemia „no lo sabremos hasta que hagamos el balance final„ pero el económico está siendo comparado ya no solo con la reciente Gran Recesión del siglo XXI sino con la Gran Depresión del siglo XX, con sus catastróficas consecuencias económicas, políticas y sociales. La Covid-19 ha sobresaltado a la sociedad y a la economía mundial. Nadie esperaba esto en el siglo XXI. La peste negra en la Baja Edad Media y la mal llamada gripe española permanecen en la mentalidad colectiva como las grandes catástrofes demográficas de la historia de la Humanidad (siempre nos acordamos de estas grandes pandemias, pero nos olvidamos de otras enfermedades „malaria, tuberculosis, etc.„ que siguen causando gran mortandad en amplias partes del mundo, donde la necesidad de medicamentos y personal sanitario también es acuciante). Los avances científicos y tecnológicos nos habían hecho creer que éramos inmunes a ese tipo de epidemias. Pero, desde mediados de marzo del 2020, los coruñeses „cuya área sanitaria es una de las más afectadas en Galicia„ y el resto del país vivimos confinados esperando evitar la propagación del virus y que podamos volver una situación de cuasi-normalidad. Dado que la famosa curva de mortalidad semeja perder su pendiente mortal, las autoridades empiezan a plantear la vida post-confinamiento. Mientras, los recursos sanitarios y económicos están siendo sometidos a una enorme tensión de la que desconocemos el resultado final. Muchas reflexiones se escuchan y se leen en los medios de comunicación sobre el futuro de la economía y de la sociedad. Si esto es un punto de inflexión, ¿debemos cambiar nuestras prioridades económicas y vitales? ¿O seguir como si esto fuese un ciclo económico depresivo más? A estas alturas, lo máximo que puedo esperar es que al menos esta crisis sanitaria-económica nos haya hecho reflexionar a todos, gobernantes, empresarios, trabajadores, pensionistas, etc. Por mi parte, lo que sí tengo muy claro es que mis estudiantes del próximo curso se encontrarán con que su profesora ha reformulado las guías docentes para adaptarlas al nuevo escenario mundial e incluido un apartado (espero) final sobre esta nueva crisis.