Hace pocos años, entrado el siglo XXI, se incorporó al discurso público una voz novedosa: la "humanización del espacio público". Esta expresión se formalizó, en ocasiones, mediante actuaciones inofensivas como la aplicación de pavimentos de color -verde o rojo, frecuentemente-, o la colocación de unas jardineras y unos bancos aquí y allá. Otras veces, sin embargo, introdujo cambios asumidos con reticencia por la ciudadanía, al desplazar el bordillo para ampliar las aceras, o al peatonalizar algún tramo de una vía urbana. "Pero, ¿para qué queremos esas aceras tan anchas? ¡Nos impiden aparcar!", habrán oído decir a vecinas y vecinos, de toda edad y condición. O: "¡Si quitan los coches nos van a dejar sin clientes?!".

Ahora comienzan a escucharse otros dos términos inusuales: la "ciudad 15" y la "pacificación del tráfico". La primera se traduce en la posibilidad de realizar andando los quehaceres diarios, con recorridos inferiores a quince minutos desde casa; y la segunda, en la limitación, en el viario interior de los barrios de la ciudad, de la velocidad de circulación rodada entre los 10 y los 30 kilómetros por hora. Ambas mejoran nuestras posibilidades de desplazarnos a pie, de pararnos a mirar los escaparates, de entrar y salir de las tiendas del barrio para comprar. Por nuestra salud, por nuestra economía, por el medioambiente. Por el futuro. Y todo ello sobre la acera, que acoge a los paseantes lentos, con bastón, con andador, con acompañante, o simplemente abstraídos. A los caminantes por recomendación médica, solos o en grupo. Y también a quienes tiran del carro de la compra, empujan la silla del bebé o del viejo, o dan la mano a la niña con la mochila, o al niño que afianza sus primeros pasos.

Hablamos de un elemento con una peculiar topografía, integrado en calles frecuentemente al servicio del automóvil, tal y como nos recuerda el arquitecto Antonio Miranda, catedrático de la Universidad Politécnica de Madrid: Un modo de medir el nivel de civilización de una ciudad viene dado por la relación ancho de calzada automovilística /ancho de aceras peatonales. Cuando esa relación es superior a la unidad podemos asegurar que nos encontramos en zona subdesarrollada cuyo urbanismo (bancario) no ha eliminado aún los estándares automovilísticos de la barbarie antimoderna. Estas palabras ilustran una realidad cierta: la prevalencia del vehículo sobre las personas en muchas villas y ciudades, entre ellas la nuestra, A Coruña.

La calzada, una plataforma continua que, para facilitar el movimiento de los coches, se extiende hasta la entrada de los aparcamientos públicos, se contrapone a la acera, de menor dimensión, caracterizada por una topografía abrupta. En los pasos de peatones, esta última se pliega mediante planos inclinados, descendiendo unos quince centímetros de media hasta encontrarse con el nivel de la calzada. Y otro tanto sucede cuando se cruza con el acceso a un aparcamiento público, haciendo que las personas, sea cual sea su condición física, se muevan desacompasadamente, adaptándose a las necesidades de los coches.

Estas dos situaciones podrían solventarse fácilmente si se elevasen los pasos peatonales manteniendo la altura de la acera, al menos en las calles interiores de los barrios, priorizando el caminar continuo de los viandantes. Una solución que propiciaría la baja velocidad contribuyendo a "pacificar" la conducción, y mejorando con ello el confort ambiental urbano: menos contaminación, menos ruido, menos estrés.

Además de estos pliegues, a la acera le brotan unas verrugas: el arbolado y el mobiliario urbano. El arbolado, de carácter beneficioso, es un elemento más bien escaso en nuestra ciudad. Según las estimaciones municipales, 18.000 árboles, cuando las recomendaciones de la Organización Mundial de la Salud aconsejan un árbol cada tres habitantes -con 240.000 almas, hagan ustedes los cálculos pertinentes.

El mobiliario urbano, con más frecuencia de la debida, dificulta o impide el paso cuando, un día de lluvia por ejemplo, el paraguas no cabe entre la fachada y un poste, sea cual sea su uso. La normativa de accesibilidad fija un ancho mínimo de acera en 1,80 metros, que se puede reducir a 0,90 metros en determinadas condiciones. Midan su acera, la que está delante de su casa. Quizás en algunos casos llegue a los dos o tres metros, por ejemplo, y ahora presten atención a la ubicación de los báculos de alumbrado, los semáforos, los bolardos, las papeleras, los bancos, las señales de tráfico, las paradas de autobús, los anuncios publicitarios o las terrazas de las cafeterías. O incluso a los contenedores de basura, en línea con el bordillo, o al lado de los pasos de peatones. Hagan recuento de sus movimientos para evitar obstáculos al pasear, o fíjense qué sucede cuando se cruzan con alguien, y uno y otro llevan sendos paraguas abiertos o, simplemente, una bolsa de la compra.

La alternativa a las dificultades observadas pasa, sin duda, por aplicar una cirugía de mínimos -sin diseñitis- sobre los elementos del mobiliario urbano. Optimizar su presencia redunda en el aumento del espacio para el peatón, a la vez que se hace evidente la imperiosa necesidad de incrementar la presencia de la vegetación urbana.

Recuperen su condición de ciudadanas y ciudadanos, aprópiense de la topografía de la acera, y lo que era insólito o extravagante -la humanización del espacio público, la ciudad 15, la pacificación del tráfico- tomará cuerpo. Peatones sí, pero sobre todo, caminantes, personas, ciudadanía. Como Jane Jacobs manifiesta en su libro Muerte y vida de las grandes ciudades: "las aceras realmente son únicos e insustituibles órganos de seguridad ciudadana, vida pública y educación de los niños". A nosotros no nos suscita el menor titubeo.