Lisa Matos sabe bien cómo en algunas personas con síndrome de Down la vejez llega sin avisar e irrumpe con fuerza a edades muy tempranas. Su hermano mellizo, Luis, es un claro ejemplo. “Empezó hace unos cinco años con algo de deterioro cognitivo y después tuvo unos problemas de salud que han provocado que en cuestión de tres o cuatro años haya sufrido un gran deterioro a nivel físico y cognitivo”, sostiene esta coruñesa que además es la directora del Centro Laboral Lamastelle de Aspronaga, entidad a la que su hermano ha ido desde pequeño. “Pasó de ser una persona muy alegre, bailarín, de hacer deporte a estar en una silla de ruedas y responder a pocos estímulos”, señala Matos, quien reconoce que es una situación “muy triste”.

Pero como debería ocurrir con el resto de la población, que una persona con discapacidad llegue a la vejez no significa, recuerda Matos, que ya no pueda hacer nada o que no le atiendan los síntomas o deterioros que aparezcan por la edad. “Luis estuvo desde pequeño en Aspronaga, primero en el colegio, luego en el centro ocupacional y ahora está en una residencia para personas gravemente afectadas y participa en todas las actividades que puede porque es preciso para su bienestar, para la estimulación cognitiva”, sostiene.

Lisa, que además de familiar afectado trabaja cada día con personas con discapacidad intelectual, tiene claro el mensaje que dar a quienes vivan una situación similar. “Lo primero es que hay que asumir lo que ocurre, son síntomas del envejecimiento pero a nivel médico hay que consultar cualquier deterioro o síntoma porque hay recursos médicos que funcionan. No puede ser que haya quien diga ‘bueno es una persona con discapacidad qué le vamos a hacer’, no”, indica Matos, quien reconoce que es una situación complicada a “nivel emocional” y que lo ideal es aprovechar el tiempo y “hacerles felices todo lo que se pueda”. “En el caso como en el mío en el que el cuidado recae en los hermanos hay que verlo como si fueran tus padres los que envejecen”, indica.

Y a esos familiares —generalmente hermanos cuando los padres faltan o son muy mayores— les insta a no pecar de “egoístas” y buscar lo que es mejor para la persona con discapacidad aunque esto suponga que no pueda vivir en casa. “Tendemos a ser egoístas, a pensar que siempre está mejor con nosotros, que cómo va a ir a una residencia y la realidad es que allí son felices, están con sus amigos, con otras personas con discapacidad y la familia estamos ahí siempre para llamarles por teléfono y venir a visitarles”, indica esta coruñesa que además de poder hablar en primera persona, ve cada día cómo envejecen los usuarios de Aspronaga y que en muchos casos son sus padres ancianos los que tienen que hacerse cargo del cuidado. “Hemos tenido a gente cuyos padres tienen 90 años. En esos casos les orientamos a que si no tienen hermanos pidan plaza en una residencia, pero lo cierto es que hay pocas”, sostienen Lisa Matos y Cristina Díaz, psicóloga de Aspronaga, que recuerdan que en el caso de las personas con síndrome de Down el envejecimiento no solo les hace tener más riesgo de sufrir deterioro cognitivo sino que pueden aparecer “problemas de deglución, de movilidad” y todo esto en “entornos con los padres también mayores”.

En cuanto a los propios usuarios de Aspronaga hay diferencias a la hora de afrontar la madurez. “Depende de sus capacidades hay algunos que son más conscientes de las limitaciones que van teniendo y otros no, se ven siempre jóvenes”, explican Lisa y Cristina, que resaltan que desde la entidad trabajan en colaboración con otras asociaciones para diseñar un plan de envejecimiento activo en el colectivo y así “conocer las necesidades de los usuarios, las familias y los profesionales” porque reconocen que todavía hay médicos poco formados en la vejez en personas con discapacidad intelectual.