La vida de Manuel García, de 66 años y con parálisis cerebral, cambió hace casi una década cuando su madre sufrió un ictus y comenzó a necesitar también a alguien que la atendiese. “Él lo encajó bastante mal y aunque tenía al resto de la familia, contratamos a una persona para atender a mi madre en casa y Manuel iba al centro de día de Aspace, la situación en casa se fue complicando y hablamos con él para ver si le parecía bien entrar en la residencia”, explica su hermano, Jorge García, quien reconoce que tras entrar en el centro, Manuel “recuperó la alegría y volvió a ser el que era antes”.

Al principio, recuerda Jorge, a Manuel “le costó” adaptarse a la vida en la residencia. “Son personas que desde pequeñas están súper protegidas por su familias y al llegar allí y ser uno más, al principio cuesta, pero ahora está mucho mejor en la residencia, con sus compañeros”, explica este coruñés, que reconoce que la difícil situación que se atravesaba en casa, con el envejecimiento de los padres unido al de Manuel, había cambiado el carácter a su hermano. “Le afectó mucho anímicamente, apenas nos hablaba, estaba siempre como cabreado con todo el mundo y ahora está mucho mejor”, sostiene Jorge, quien reconoce que este último año también ha sido muy duro para la familia —fallecieron su padre primero y después su madre— y especialmente para Manuel, usuario de residencia al que por el protocolo COVID no se le dejó salir.

Pese a que Manuel participa activamente en las distintas actividades que organizan en Aspace, su hermano tiene claro que “el deterioro físico” sí se ha adelantado a otras personas de la misma edad. “Hasta los 30 o 40 años era completamente autónomo para caminar y ahora va en silla de ruedas y puede andar apoyado en alguien pero ya cuesta más”, indica Jorge, que lamenta que la administración “externalice” la atención a estas personas en entidades privadas a las que encima “recorta” las ayudas.