Eliminados de la Eurocopa, los españoles nos dedicamos a otra cosa una vez consumada la decepción de no ver al equipo en la final. Caer en los penaltis en un torneo de copete es para nosotros como uno de esos deseos no logrados de inmediato que Luis Landero explica con maestría. Todo lo que no se cumpla en el momento (pasar a la final, ganarla,…) se amustia enseguida, no vale nada y deja paso al sinsabor del desengaño. Los españoles nos pasamos cuatro años disfrutando de inesperados triunfos deportivos que nos sacaron de la amargura del desencanto, del carril de nuestra cotidianidad estival, que es lo que de verdad nos gusta, la playa, la montaña, el vermuteo y tramitar el día con una de gambas y un arroz de verdura. Los veranos de la era covid pasan sin más emoción que estrenar, con suerte, un protector solar. Es como caer en la tanda de penaltis. Queríamos llegar a la final y levantar la copa, pero nos eliminaron.

Y de repente, uno se traslada a los veranos de su infancia y adolescencia, a aquel Mundial de Alemania en el que nos fijábamos en Breitner y Netzer, en Cruyff, Neeskens y los hermanos Van der Kerkhov, nombres que se colaron en nuestra memoria de niños y nos acompañarán por el resto de nuestros días en contraposición a estos de hoy, en que he tenido que preguntar a mi hijo una docena de veces en qué equipo juega Traoré y por qué en España hay tantos del City, y que qué raro que no jueguen aquí. En mis veranos de infancia todo guardaba más o menos un cierto orden. Juanito y Santillana jugaban en el Madrid, Migueli en el Barça, Quini en el Sporting y Rubén Cano en el Aleti, y era todo fácil, en perfecta simetría con el universo, no como ahora, que exportamos futbolistas al Leipzig, al Chelsea y al Paris Saint Germain, equipos que de niños nos sonaban como de otro planeta, acostumbrados como estábamos a escuchar la radio en el coche familiar metidos en caravana de regreso del fin de semana y a que el locutor cantara los goles del Calvo Sotelo con la misma pasión que hoy se celebran los de Morat… Messi quería decir.

Los veranos de ahora lo complican todo si andas ya peinando canas. Sabíamos que después de comer había que ver a Induráin o a Perico, o a Vicente Belda y Marino Lejarreta, el Junco de Bérriz; a Hinault, Caritoux y Sean Kelly, que ganó una Vuelta picado de hemorroides; a Gianni Bugno o a Robert Millar, hoy Philippa York. Habíamos hecho el calentamiento previo con la Vuelta y los triunfos de Ángel Arroyo, Peio Ruiz Cabestany y aquel locutor cursi que inventó lo de la serpiente multicolor. La Vuelta no la daban en directo pero esperábamos al resumen de después del Telediario de la noche, a fuerza de lo cual nos aprendimos el “Stars on 45”, el “Funkytown”, el “Ring my bell” de Anita Ward, el “Born to be alive” de Patrick Hernández y demás “one hit wonder”, entre los que destacó sobre ningún otro “Me estoy volviendo loco” de Azul y Negro. Esta caló bastante porque no teníamos que inventarnos el inglés. El tiempo ha alterado el orden de las cosas en favor del reguetón, fuera de escena Georgie Dann y muerta la Carrà, bendita sea y que Dios la tenga en su gloria.

El verano era la hora de la siesta viendo “Galáctica”, “El gran héroe americano” o “El coche fantástico” y cumpliendo dos horas de digestión encerrados en casa sin bajar a la piscina. El verano lo forman los libros que he leído y recordaré, las novelitas de Sven Hassel y de Enid Blyton, las lecturas de piscina de la saga de Stieg Larsson, Benidorm y sus concursos de Miss Camiseta Mojada, hoy impensables. El verano era el primer cigarro, la primera borrachera, el primer beso, el primer amor y el primer desengaño, y ese novio o novia de los 16 años que nunca era para siempre, aunque entonces no se sabía y se imaginaba eterno. El verano eran los Beach Boys y los videopubs, tan de nueva ola y näif; ser becario en una redacción y años más tarde recibir a quienes un día fueron también estudiantes en prácticas y hoy siguen siendo compañeros y buenos periodistas.

En aquellos veranos de la adolescencia se comía carne roja sin pensar en el medio ambiente y un bocadillo de atún con mayonesa que las madres dejaban a la vista sobre un plato en la cocina para cuando llegabas tarde a casa. El verano era ir a un cine al descubierto a ver una de Bruce Lee y salir de allí pegando patadas al aire mientras tratabas de imitar el sonido imposible de los golpes. Fush, fushhh.

Raffaella Carrà también nació en verano y ha muerto en verano, aunque fuera eterna desde el primer momento en que la vimos aparecer en nuestros televisores en blanco y negro. Y la añoramos más por aquella época que por la última, porque la juventud de la Carrà nos devuelve también al tiempo de nuestra inocencia. Desconocida para las nuevas generaciones, si acaso una señora mayor para los millennials, su muerte nos ha arrancado a muchos un pedazo de infancia y juventud y de aquellas canciones imbatibles. Y henos aquí, entre desescaladas, mascarillas, toques de queda y cierres nocturnos, aguardando a que Georgie Dann resucite un estribillo que recordaremos con nostalgia cuando muera su intérprete. En tiempos de distancia social, quién iba a decirnos que íbamos a añorar bailar agarrados “Paquito el Chocolatero”.

@jorgefauro