A punto de cumplir 25 años, Borja Balbuena tiene un máster en supervivencia. Con solo 16, en plena adolescencia, a este joven asturiano residente en A Coruña le tocó hacer frente a uno de los grandes monstruos de nuestra sociedad, el cáncer. El proceso fue duro, con momentos de flaqueza, pero también con algunos milagros, como un aspirado de médula que, contra todo pronóstico, “salió limpio” y puso los cimientos de su recuperación. Siete meses de tratamiento en los que nunca estuvo solo. Sus padres, su hermano y el resto de la familia fueron su apoyo incondicional, su armadura frente a las embestidas de la enfermedad. “No me soltaron ni un momento. Saber que tenía ese salvavidas me ayudó muchísimo”, subraya.

La pesadilla de Borja arrancó hace ocho años en su ciudad de origen, Gijón, tras varias semanas sintiéndose mal y con fuertes dolores de espalda. “Estando de vacaciones, empecé con malestar y dolor, como cuando tienes una mala postura. Si me sentaba, estaba incómodo. Tumbado, igual. Inicialmente, me dijeron que era una distensión muscular, después una rotura de fibra... el primer error fue que me dieron antiinflamatorios, que obviamente me quitaban el dolor pero también me camuflaban la fiebre, el parámetro que hubiese determinado que, en aquel momento, me hiciesen una analítica”, expone Borja, quien reconoce que, con 16 años, “lo último que se te pasa por la cabeza es que puedas tener cáncer”. “Poco a poco”, sin embargo, empezó a encontrarse peor, hasta el punto de quedar extenuado “con solo estirar la sábana bajera de la cama”. “Tenía que tumbarme porque no aguantaba, sentía como una especie de taquicardias de cansancio. Mis padres decidieron entonces llevarme, por tercera vez, al médico. Al auscultarme, el doctor detectó que no respiraba bien, me hicieron una placa y vieron que tenía líquido en el pulmón derecho. Creyeron que sería una neumonía, me realizaron más pruebas y como vieron que no era eso, pensaron en tuberculosis. Estando ya ingresado en el Hospital de Cabueñes para hacerme más exámenes que confirmasen ese diagnóstico, me noté un bulto sobre el pecho. Como lo apretaba y no me dolía, no le di demasiada importancia, pero se lo comenté a mi madre y a ella ya le saltaron todas las alarmas”, recuerda.

Lo siguiente fueron “más pruebas”. Primero un TAC. Dos horas después, un aspirado de médula. El mismo día, por la tarde, el equipo médico se reunió con los padres de Borja para concretarles el diagnóstico. La primera bofetada. La que nunca olvidarán. La más dolorosa. Su hijo no sufría tuberculosis. Tenía un linfoma. “Lo primero que los médicos preguntaron a mis padres es si ellos, como tutores, querían que yo estuviese informado sobre mi enfermedad. Obviamente, dijeron que sí. A un niño pequeño quizás le puedes maquillar la realidad, pero a un adolescente de 16 años, que va a pasar por un tratamiento tan duro como la quimioterapia, con efectos secundarios como náuseas, caída de cabello... es imposible ocultarle algo así”, apunta Borja.

Para darle la noticia, sus padres echaron mano de un viejo conocido, un joven que había sido monitor suyo en un campamento de verano y que, casualmente, se encontraba haciendo la residencia de Pediatría en Cabueñes. “En aquel momento, yo en cierto modo sospechaba que algo pasaba, porque veía que mis padres estaban tristes. No obstante, cuando me dijeron ‘ya sabemos lo que tienes’, me puse contentísimo, porque lo único que quería era que me diesen un tratamiento, encontrarme mejor e irme a casa para continuar con mi vida. Es más, recuerdo que el médico no fue directo al grano, le dio algunas vueltas para ir preparándome y yo solo podía pensar: ‘Venga, arráncate ya’. Después de algunos rodeos, me dijo que sufría un linfoma, y lo cierto es que me quedé como estaba, porque en mi vida había escuchado esa palabra. Me preguntó si sabía lo que era, le contesté que no, y fue entonces cuando me aclaró que lo que tenía era un tumor”, rememora. A partir de ahí, sus oídos se cerraron a todo lo demás. “De repente, dejé de escuchar. En mi cabeza solo se repetía una y otra vez la palabra ‘tumor’. El shock fue brutal. Hoy lo recuerdo como una película a cámara lenta. En cierto momento, oí al médico decir: ‘Borja, si quieres puedes llorar’. Entonces, me rompí”, reconoce.

Desde ese instante, sus ojos de adolescente se dieron de bruces con un realidad para la que nadie está preparado, menos aún con solo 16 años. “Mi hematóloga siempre me dice que yo he sido un caso de uno entre un millón, porque el tipo de linfoma que sufrí es muy agresivo. Progresa muy rápido y, si no se coge a tiempo, es muy difícil lograr su remisión. En el momento del diagnóstico, yo estaba en un estadio IV muy avanzado, casi con metástasis. La diferencia fue que el aspirado de médula me salió limpio. Me diagnosticaron tarde, pero con cierto margen aún de maniobra”, subraya Borja, quien especifica que, en su caso, el abordaje de la enfermedad consistió en cinco meses de quimioterapia, más otros dos de consolidación de ese tratamiento. “Tenía ganglios con células cancerígenas en la vejiga, debajo del diafragma, sobre el pulmón izquierdo, sobre la columna… la enfermedad estaba muy esparcida, y por eso la única manera de poder tratarla era con quimio”, refiere.

Tras siete meses de idas, venidas e ingresos en el hospital recibiendo ese cóctel de fármacos, los médicos comunicaron a Borja y a sus padres que el linfoma había remitido, no sin antes llevarse “un pequeño susto”. “Me hicieron un TAC para ver si de verdad estaba limpio, pero vieron que los ganglios seguían inflamados y con células, y los médicos no sabían si eran células cancerígenas residuales, por lo cargadito que venía, o si estaban activas, por lo que tuvieron que realizarme otra prueba. Fue un momento muy duro, porque aunque siempre he tratado de centrarme en lo positivo, también quería saber a qué atenerme en caso de que las cosas se torciesen, para no encontrarme con las malas noticias de sopetón. Por suerte, todo salió bien, y no tuve que necesitar un trasplante de médula ósea, que sería la siguiente opción, ya que la radioterapia, en mi caso, era inviable”, explica.

El cáncer es un proceso largo, con muchos altibajos. Pero sus padres, cuenta Borja, “siempre han estado ahí”, a su lado, al igual que su hermano, sus abuelos, sus tíos y el resto de la familia. “Es cierto que al recibir el diagnóstico me pegó tal bajón que hasta me sentía peor físicamente, incluso me costaba más respirar. Pero un día mi madre me dijo algo que me marcó muchísimo, y es que ojalá ella pudiese quitarme el dolor y todo por lo que iba a tener que pasar. No podía hacerlo, obviamente, pero lo que sí me prometía es que, desde el inicio de esa carrera, hasta el final, iba a estar siempre a mi lado. Y así lo hizo. No me soltó ni un instante. Sentir que tenía ese salvavidas me ayudó muchísimo durante toda la enfermedad”, destaca.

Superado el tratamiento, la vuelta a la rutina es también “difícil de gestionar”. Hay que aprender a “convivir con el miedo”. “Aún a día de hoy, ocho años después del diagnóstico, cuando me noto cualquier bulto o dolor en zona de ganglios, se me encienden mil alarmas”, sostiene Borja, quien asegura que la ayuda psicológica le ayudó “muchísimo” a manejar esos temores. También admite que, al principio, se encontraba “un poco fuera de lugar” en el entorno de un chico que entonces tenía 17 años. “Me enrabietaba mucho con ciertas actitudes, incluso de desconocidos. Es difícil decirlo, pero a veces veía a alguien fumando y llegaba a pensar que por qué esa persona estaba bien, mientras que a un bebé de seis meses, por ejemplo, le detectaban una leucemia. Me costó ver a la gente hacer cosas que no son demasiado buenas para su salud sin entrar a juzgarles”, señala.

Borja finalizó su tratamiento en marzo y, dos meses después, en mayo, pudo presentarse a las pruebas de acceso a la Universidad gracias a que, durante el proceso, sus profesores se volcaron con él, acudiendo incluso a su casa, “fuera de su horario laboral”, para darle clase y resolver sus dudas. “Aprobé la selectividad, me vine a A Coruña a estudiar el grado de Arquitectura y lo cierto es que el cambio de aires me sentó muy bien, porque me ayudó a desconectar automáticamente de todo lo que había vivido”, asegura.

Hasta 2023, cuando se cumplirá una década del diagnóstico del linfoma, Borja no recibirá el alta definitiva de su enfermedad. Actualmente, sus revisiones son anuales, pero al principio las visitas a su hematóloga eran mucho menos espaciadas, “cada tres meses o seis”. En cuanto a las secuelas del tratamiento, afirma que, “a día de hoy, cada vez son menos”. No obstante, por el tipo de quimioterapia que recibió, “bastante agresiva” (“al menos una vez por ciclo” se la tenían que administrar “directamente en la médula”), tiene un disco de la columna “un poco desgastado”. “Si estoy mucho tiempo sentado o de pie, o cojo alguna mala postura, no puedo mover la espalda por el dolor”, explica. En base a su experiencia, Borja respalda totalmente la petición de la Federación Española de Padres de Niños con Cáncer, a la que pertenece la Asociación de Ayuda a Niños Oncológicos de Galicia (Asanog), que lleva tiempo reclamando la puesta en marcha de un protocolo específico de seguimiento, a largo plazo y en Atención Primaria, de los pacientes que sufrieron esa enfermedad en la infancia o la adolescencia. “El tratamiento oncológico de un adulto y un niño es el mismo, lo que cambia es la concentración de las dosis. Por ley de vida, sin embargo, lo normal que un adulto fallezca antes, de manera que es posible que no dé tiempo a desarrollar secuelas, a largo plazo, a esas terapias, pero en el caso de los niños y los adolescentes puede que sí, por eso es importantísimo que haya ese seguimiento”, argumenta, y agrega: “No tengo ni idea de lo que puede pasar dentro de 50 años, pero mi hematóloga sí me ha dicho que, cada 5, debería hacerme un ecocardiograma, porque una de las posibles secuelas del tipo de quimio que recibí es que puedo padecer alguna dolencia cardíaca. No tiene por qué ser así, pero es necesario vigilar ese tema para anticiparse y prevenir posibles problemas”.

Junto con la demanda de un protocolo de seguimiento a largo plazo, en Atención Primaria, para los pacientes que pasaron un cáncer en la infancia o la adolescencia, Borja lanza otras dos peticiones. Por un lado, reivindica la donación de médula “súper importante”. “Es una pena que en España seamos punteros en donación de sangre y órganos sólidos y, sin embargo, estemos muy por debajo de las cifras de otros países de nuestro entorno en donaciones de médula, desde mi punto de vista, por desconocimiento del proceso”. Por otro, reclama que los adolescentes con cáncer ingresen en las áreas de Pediatría o en espacios habilitados “para jóvenes de 16 a 25 años”, y no en las plantas de adultos, “como sucede en muchos hospitales.” “Yo estuve en plantas de adultos y en Pediatría, y puedo decir que la calidad y la calidez son muy diferentes”, dice.

“Con esta enfermedad aprendes a vivir el día a día”


Cuenta Borja Balbuena que, antes de padecer linfoma, veía en televisión la serie Pulseras rojas, de Albert Espinosa, cuyo argumento gira en torno al día a día de un grupo de niños y adolescentes que coinciden en la planta de Pediatría de un hospital, donde están ingresados por distintos problemas de salud. El personaje principal y eje vertebrador de la historia, Lleó, tiene cáncer. Hoy, sin embargo, admite que esa ficción no le gusta demasiado porque, desde su punto de vista, “no refleja la realidad” de un menor que está pasando por esa enfermedad. “Por ejemplo, no te puedes mover por el hospital como se mueven los protagonistas. Yo me pasaba 24 horas conectado a una bomba que pitaba cuando le apetecía, a las seis de la tarde, o a las dos de la madrugada. La serie tiene bastantes detalles que no se ajustan a la realidad”, reitera.En lo que sí coincide Borja con la trama de Pulseras rojas es en que en el cáncer “hay momentos buenos, malos y peores”. Por eso él ha intentado ir siempre “poco a poco”. “Con esta enfermedad aprendes a vivir el día a día. Durante el tratamiento, solía pensar: ‘Hoy estoy revuelto, pero mañana tal vez no”. O al revés: ‘Hoy hago lo que me apetece, porque mañana puede que esté revuelto’. No hay una fórmula para sobrellevar el proceso. Te toca vivirlo y ya está”, refiere, e insiste en que en el cáncer “no hay vencedores, ni vencidos”. “La enfermedad te lleva por un camino u otro, y tú transitas por ese camino con las indicaciones que te van dando los médicos. A mí al principio, cuando me decían que era un campeón por haberme curado, me hacía incluso gracia. Hasta que una compañera de quimio, que estaba pasando por una recaída, falleció. En ese momento fui por primera vez consciente de la suerte que había tenido. Y, también a partir de ahí, empezaron a dolerme ese tipo de expresiones. Que ella haya fallecido no significa que sea menos campeona que yo. De hecho, para mí las personas que no superan el cáncer merecen incluso más ese calificativo, porque mentalmente quieren seguir, pero es su cuerpo el que, llegado un momento, dice: ‘No puedo más, necesito descansar”.