La Opinión de A Coruña

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La música contada por las mujeres

‘Música, maestra’ reúne 16 ensayos que pretenden contrarrestar el hegemónico discurso masculino en la historiografía pop

Kim Gordon, bajista de Sonic Youth. | // FERRAN NADEU

La escritora irlandesa Sinéad Gleeson era una joven de 16 años que ambicionaba dedicarse al periodismo musical cuando asistió a un concierto de la banda neoyorquina Sonic Youth en una sala de conciertos de Dublín llamada McGonagles. Mientras ella guardaba cola en el exterior del local junto a varios centenares de personas, la bajista del grupo, Kim Gordon, salió a buscar algo en el autobús de gira, lo que provocó un comprensible revuelo entre los fans. Pero fue la presencia de Gleeson lo que captó la atención de Gordon, y la explicación es sencilla: en aquel tiempo, el umbral de los años 90, había muy pocas chicas en los conciertos de rock. Ese día, todo quedó en un cruce de miradas entre ambas. Más de tres décadas después, Sinéad Gleeson y Kim Gordon han dado pleno sentido a aquel pequeño gesto de complicidad al editar conjuntamente Música, maestra (Libros del Kultrum), una colección de ensayos escritos por mujeres sobre música hecha (mayoritariamente) por mujeres.

“Siempre he sido consciente de que el discurso masculino ha dominado la industria musical y ha dejado de lado el trabajo de muchas artistas importantísimas que, como Kim, han tenido que luchar para crearse su propio espacio”, apunta Gleeson. Esa búsqueda de un espacio propio en un mundo gobernado por la testosterona es justamente la que Kim Gordon relató con brillantez en La chica del grupo (Contra, 2015), un perspicaz volumen de memorias que supuso su primera incursión en la literatura después de haber dejado huella en la música, el arte y la moda.

Música, maestra (el título original es This Woman’s Work, tomado de una canción de Kate Bush) es un libro similar a aquel en intenciones pero de naturaleza muy distinta. Concebida con el propósito confeso de plantear “un desafío a la narrativa histórica de la música y a la escritura musical practicada por hombres y para hombres”, la obra nace de la petición que Gleeson y Gordon hicieron a 16 mujeres (incluidas ellas dos) para que escribieran otros tantos ensayos sobre alguna figura o experiencia musical que consideraran especialmente inspiradora. No había más directriz, de manera que los géneros y épocas que se abordan y los enfoques que se aplican son muy diversos. Pero la inmensa mayoría de los textos (solo hay un par de excepciones) tienen una cosa en común: han elegido a mujeres como personajes centrales. Algunas de estas mujeres son artistas consagradísimas. Como Ella Fitzgerald, a quien la ensayista Margo Jefferson dedica una pieza que analiza el modo en el que hombres de toda condición menospreciaron a la portentosa cantante de Virginia a causa de su peso y su sudor.

O Wanda Jackson, reina del rockabilly, cuyos inicios en la intransigente escena country de los años 50 son glosados por la novelista Rachel Kushner. O también Lucinda Williams, que alcanzó el éxito “en su acepción más convencional” después de sufrir durante décadas el ninguneo de la industria discográfica, tal como se relata en Fruits of my labor, la semblanza aportada por la periodista Jenn Pelly. Otras figuras presentes en el libro tal vez resulten menos familiares para el lector pese a la inestimable importancia de sus aportaciones, y ello habla con elocuencia sobre el sesgo de género que han practicado tradicionalmente la crítica y la historiografía musicales. Es el caso de la cantante de jazz Linda Sharrock (homenajeada con pasión no siempre inteligible por la artista, escritora y DJ Juliana Huxtable), la pionera de la música electrónica Wendy Carlos (artista e investigadora de temperamento esquivo a quien Sinéad Gleeson reivindica con justicia sin necesidad de hacer hincapié en su condición de mujer trans) y la japonesa Yoshimi P-We (batería de los Boredoms, entre otras muchas aventuras musicales y artísticas, que aquí mantiene con Kim Gordon una conversación llena de revelaciones).

La música como experiencia

Además de ese incontestable protagonismo femenino, otro elemento que comparten todos los textos reunidos en Música, maestra es su deliberada voluntad de desmarcarse del patrón tradicional de la biografía de artista y, sobre todo, su renuncia a hacer juicios críticos sobre canciones o discos para centrarse, en cambio, en describir los procesos personales de descubrimiento de una determinada música y el modo en que esta puede enriquecer y hasta determinar una vida.

Ese deseo de compartir la magia y la experiencia es lo que empuja, por ejemplo, a la novelista Ottessa Mosfegh a evocar sus días de aprendizaje junto a una profesora de piano rusa llamada Valentina; a la escritora Leslie Jamison a reflexionar sobre cómo las preferencias de los hombres de su vida —hermano, amigos, novios…— condicionaron durante largo tiempo su relación con la música, y a la poeta y ensayista Maggie Nelson a repasar, en una de las más emocionantes piezas de la colección, su asimétrica relación de amistad con la cantante Lhasa de Sela, fallecida a los 37 años.

Para estas 16 mujeres, escribir sobre música es escribir sobre identidad, dolor, política, familia, memoria, emoción, aspiraciones, devoción y poder. Es escribir sobre la vida. Y ante la grandeza de ese propósito, el inveterado afán de la crítica tradicional por reducir la experiencia musical a distinguir “lo bueno” de “lo malo” parece algo ridículo.

Militancia musical

“No encuentro palabras para siquiera describir cuán insufribles me resultan algunas conversaciones sobre música —apunta la escritora irlandesa Anne Enright en su divertidísimo ensayo sobre Laurie Anderson—: particularmente, aquellas en las que la gente abraza la militancia en cofradías que profesan un tribalismo sectario, o intercambian favoritos, juzgan, incluyen, excluyen, vinculan, reclaman estatus o frescura o una identidad atendiendo exclusivamente a las querencias o prejuicios de sus paladares”.

En los textos del libro, la música deja por tanto de ser un pretexto para crear jerarquías, sentar cátedra o exhibir erudición y se convierte en un misterio, a menudo irresoluble, siempre fascinante. Como el que lleva a la escritora y profesora Yiyun Li a emocionarse con las vulgares canciones de propaganda comunista que tuvo que aprender en su juventud.

Y de ese sentimiento en apariencia contradictorio acaba naciendo una reflexión que, de un modo u otro, está presente en todas y cada una de las páginas del libro: “Todas esas canciones, musicales, álbumes, interpretaciones o recitales […], ¿qué son si no referentes, muescas cronológicas en la vida de cada uno? […] La música, en su derecho irrenunciable a existir, tal vez no se diferencie tanto de un estado de ánimo o de un paisaje exterior o interior. Ningún estado de ánimo puede tampoco ser el estado de ánimo equivocado, ningún paisaje puede ser el paisaje equivocado, como ninguna música puede ser la música equivocada”.

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