Las hijas literarias de Annie Ernaux

Las escritoras que transitan el camino de la prosa confesional y la autoficción como la nueva premio Nobel son legión

La escritora Annie Ernaux en la recogida del Nobel.

La escritora Annie Ernaux en la recogida del Nobel. / // JONAS EKSTROMER / EFE

Elena Hevia

Poco después de aparecer el Segundo sexo de Simone de Beauvoir en 1949, el premio Nobel François Mauriac se lamentaba: “Ahora lo sabemos todo de la vagina de la autora y es asqueroso”. La obra maestra de Beauvoir, es sabido, analizaba la condición de la mujer en una sociedad, que a punto de entrar en la segunda mitad del siglo XX, seguía relegándola al papel del ‘Otro’, mientras el hombre ocupaba el lugar central y de poder siendo el ‘Uno’. Lo que causó la repulsión de Mauriac fue el hecho de que la filósofa colocara en el centro de sus meditaciones el cuerpo de la mujer, analizando e impulsando desde dentro todas sus derivadas posibles. Y es que hasta el momento, un cuerpo femenino solo tenía razón de ser si era percibido a través de la mirada masculina.

Tres décadas más tarde, en los 80, una buena lectora de Beauvoir, una joven Annie Ernaux, la misma que recibió el sábado de manos del rey de Suecia, la medalla acreditativa del Nobel de Literatura 2022 (la misma distinción que Mauriac, lo que son las cosas), se volcó en la escritura de sus libros utilizándose a sí misma como sujeto de la ficción, colocando gran parte de las veces su propio cuerpo y sus pasiones, como objeto literario. Entonces, las viejas susceptibilidades que habían alimentado el juicio de Mauriac volvieron a ponerse en marcha y la autora fue considerada por sus pares masculinos como una escritora menor —¡ay!, esa prosa concisa y directa, tan poco francesa, es decir, tan poco florida— y sobre todo por la obscenidad de mostrar lo que hasta el momento no se había mostrado, especialmente si esa exhibición servía como indagación personal y no como objeto de placer masculino. Esa valoración de Ernaux no se transformó hasta bien entrado el siglo XXI.

No sorprende en absoluto que el discurso de aceptación que Ernaux pronunció el miércoles girara sobre la escritura concebida como venganza. Motivos tiene. Varios frentes abiertos en los que practicar la revancha. Haberse tenido que ganar el respeto entre sus colegas universitarios desde la clase social humilde e iletrada a la que pertenece y haber abierto el camino a tantas y tantas autoras que en la actualidad están sacando petróleo de la literatura confesional, haciendo bueno el viejo adagio de que lo personal es político. “Mi Nobel es una señal de justicia y esperanza para todas las escritoras”, dijo la autora.

Posiblemente sea muy arriesgado decir que Ernaux es el kilómetro cero de esta tendencia. A principios del siglo XX, y sin movernos de Francia, una autora tan respetada hoy como Colette, también sufrió el rechazo de la intelligentsia por atreverse a ficcionalizar experiencias personales, que muy poco tenían que ver con el deseado estereotipo femenino de la época. Hoy las compuertas de la escritura confesional femenina, ya sea en forma de autobiografía, diario o autoficción, se han desbordado y las escritoras que la practican son legión. En España y Latinoamérica, son muchas las seguidoras del camino trazado por Ernaux. Lo ha hecho Rosa Montero en La ridícula idea de no volver a verte o en la reciente El peligro de estar cuerda. Lo ha hecho, muy especialmente, la peruana Gabriela Wiener que ha convertido su vida íntima en objeto de sus muy incendiarios e interesantes libros, como el reeditado Sexografías gracias a los cuales, como Ernaux, podría decir: “escribo para vengar a mi raza”. Lo han hecho Aixa de la Cruz, con la celebrada Cambiar de idea, que cuenta su despertar frente a una “violencia estructural” en la que tantas mujeres se han movido, sin cuestionarla y Almudena Sánchez con su cuadro depresivo en Fármaco.

El reto cumplido es haber logrado el reconocimiento, un Nobel, en esa escritura íntima por las mismas razones por las que hace décadas se rechazaba. Venganza cumplida.

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