Los talibanes expulsan a las afganas de la vida pública

Ni ir a la Universidad, ni cursar estudios secundarios, ni trabajar para las oenegés ni para el Gobierno, ni poder entrar en parques, gimnasios o baños públicos. Ir siempre cubiertas con el burka y moverse con un ‘guardián’. Así están condenadas a vivir las mujeres en Afganistán (si a eso se le puede llamar vivir)

Mujeres afganas cubiertas con burka o hiyab enuna calle de Kabul.  (l) EFE / REUTERS / STRINGER

Mujeres afganas cubiertas con burka o hiyab enuna calle de Kabul. (l) EFE / REUTERS / STRINGER

Adrià Rocha

Cuando tomaron al poder, en agosto de 2021, prometieron que eran distintos. Que habían cambiado, aseguraban, y que ya no eran los mismos talibanes que habían gobernado Afganistán durante el último lustro de la década de los noventa. Que habían aprendido de sus errores. Que los afganos serían más libres que antes, que la comunidad internacional podía confiar en ellos y abrir las puertas al nuevo Kabul gobernado por los talibanes.

Mintieron. Pero su mentira fue paulatina, poco a poco, siguiendo una trayectoria ascendente que ha culminado --de momento-- con la prohibición el pasado diciembre de que las mujeres accedan a la universidad y que trabajen en oenegés. Pero las restricciones empezaron ya desde el principio. En septiembre de 2021, menos de un mes después de la victoria talibán, los institutos de chicos reabrieron tras las vacaciones. Los de chicas no, bajo la promesa de que lo harían más tarde. No han abierto jamás.

Ese mismo 19 de septiembre, los talibanes les dijeron a las mujeres funcionarias que se quedaran en casa. El 26 de diciembre de 2021, el Gobierno prohibió que una mujer pudiese viajar a otra ciudad sin su guardián -un hombre de su misma familia-. En enero del 2022, el hiyab, el velo islámico, se convirtió en obligatorio. En marzo, se confirmó que las chicas podrían estudiar solo hasta primaria. El 3 de mayo, las mujeres dejaron de poder conducir. El 7 del mismo mes, se decretó que las mujeres debían cubrir sus caras al completo. Del hiyab obligatorio se pasaba al burka obligatorio. 

En octubre, los talibanes prohibieron que una mujer pudiese seleccionar los estudios de ingeniería, periodismo, veterinaria, agricultura y geología en la universidad. En noviembre, las afganas dejaron de poder entrar en parques, gimnasios y baños públicos -antes podían hacerlo, pero solo con su hombre guardián-. Y ya en diciembre, hace unas semanas, se prohibió por entero que las mujeres puedan acceder a la universidad y que puedan trabajar en oenegés. 

Policía de la castidad y el vicio

“Desde el principio están aplicando restricciones pero ahora está la policía de la castidad y el vicio (una especie de policía de la moral), que vigila las vestimentas de las mujeres”, explica una joven afgana, Nilab, a la Red de Analistas de Afganistán, un grupo de investigación sobre el país asiático. “Hace unos meses, me pararon cuando iba a comprar porque no llevaba el burka ni iba con un hombre guardián. Les dijeron a los tenderos que no dejasen entrar mujeres solas en sus tiendas. Desde entonces intentamos ir igualmente, pero si los talibanes se enteran que vamos sin el burka o que llevamos maquillaje, investigan dónde vivimos y amenazan a nuestros hombres guardianes”, explica esta joven.

En un principio, según Nilab, los agentes talibanes estaban pululando por todos lados, en las calles, buscando gente a la que amedrentar por no respetar las nuevas reglas del Emirato Islámico de Afganistán (nombre oficial del gobierno talibán). Ahora, un año y medio después, su presencia se ha reducido, lo que no significa que el riesgo ya no exista.

“Los talibanes avisan a los hombres en las mezquitas de que no deben permitir que las mujeres salgan de casa o vayan a ningún espacio público sin ellos. Les dicen que si ven a una mujer sola por la calle, esto será un problema para su guardián. Incluso han amenazado a los taxistas para que no acepten a mujeres solas”, asegura Nilab. Todas estas restricciones no aparecen de la nada, y la última vez que fueron aplicadas no fue en los 90. Durante los 20 años siguientes, de presencia internacional en Afganistán, los talibanes han controlado territorios en el país centroasiático, sobretodo las zonas rurales del suroeste del país. Allí, las nuevas normas no son una sorpresa: llevan décadas, e incluso más, siendo aplicadas.

En el Afganistán rural, la tradición ultraconservadora marca que cuando una chica tiene la menstruación, es casada a la fuerza. A partir de ahí, ya no sale más de casa, donde es recluida para que realice las tareas del hogar y se encargue del cuidado tanto de los padres del marido como de los hijos que vayan llegando. Pero es ahora cuando estas restricciones han llegado también a las grandes ciudades del país, más abiertas que el campo.

“En general, la sociedad afgana es tradicional, y el nivel de educación es muy bajo, sobretodo en mi área, donde la mayoría de hombres apoyan estas restricciones. Aquellos que sí están educados y saben que estas prohibiciones son terribles, sin embargo, tienen miedo a hablar. Si lo hacen, les detendrán. Mi padre, por ejemplo, está en contra de todo esto, pero calla para salvarse”, dice la joven Nilab, de la provincia de Nimruz.

Ella resume este último año y medio de gobierno talibán así: “Las mujeres deben llevar burka y los hombres, barba. La gente obedece porque tiene miedo a ser detenida y castigada. Las restricciones incrementan. Los talibanes no pueden soportar los sonidos de felicidad de la gente. Cuando hay una boda, por ejemplo, sus agentes llegan de golpe para parar la música o, de lo contrario, detienen a todos los hombres de la familia”.

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Mujeres poderosas en otros tiempos, sus vidas peligraron con la llegada al poder de los talibanes. Pudieron escapar y velan por sus compatriotas desde el extranjero

Begoña González

Las mujeres afganas llevan ya cerca de dos años consumiéndose en la más completa oscuridad a la que fueron condenadas por los talibanes desde la toma del país el 15 de agosto de 2021. Desde entonces, obligadas a cubrirse con un burka y expulsadas de los centros educativos y la vida pública, viven presas en sus hogares y su voz parece apagarse lentamente, decreto tras decreto del grupo radical que está al mando del país. 

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Algunas de ellas pudieron escapar antes de que fuera demasiado tarde, entre ellas, muchas mujeres poderosas cuyas vidas peligraban enormemente al abrirse paso el radicalismo. 

Sus vidas se pausaron, pero no ocurrió lo mismo con su sentimiento de responsabilidad para con sus compatriotas. Muchas de esas voces públicas, activistas y periodistas exiliadas, son ahora una especie de Gobierno femenino alternativo que sigue velando por Afganistán desde el exilio.

Una de las caras de esta especie de “consejo de mujeres sabias” formado por seis activistas es la de Fawzia Koofi. Conocida por haber sido la primera vicepresidenta de la Asamblea Nacional de Afganistán, la activista ha seguido trabajando de forma incansable para luchar contra el deterioro político y económico de su país natal bajo el yugo talibán.

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Su causa, reconocida con múltiples galardones de prestigio internacional, le ha valido amenazas y atentados que han puesto su vida en peligro en multitud de ocasiones.

El segundo plano

Aún así, su cometido es muchas veces frustrante. Sobre todo para mujeres como ella, acostumbradas a poder hablar con voz propia y fuerte en la Asamblea Nacional y expulsadas y relegadas ahora a un segundo plano por la férrea dictadura de los talibanes.

“Desde fuera tratamos de amplificar y apoyar las voces de esas personas que se atreven a hablar desde Afganistán. Tratamos de establecer contactos con personalidades, políticos y organizaciones para que sus quejas no caigan en saco roto y se puedan concretar en acciones concretas. Hemos creado plataformas para trasladar esos mensajes de la gente a quienes pueden hacer algo por ellos”, explica .

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Además de Koofi, el grupo también incluye a Asila Wardak, exdiplomática y una de las fundadoras de la Red de Mujeres Afganas; Sofia Ramyar, exdirectora ejecutiva de la organización juvenil Afghans for Progressive Thinking; a la periodista Anisa Shaheed, a Naheed Farid, una de las parlamentarias más jóvenes, y a Mariam Safi, directora de la Organización Afgana de Investigación Política y Estudios de Desarrollo.  

Todas ellas coinciden en el sentimiento que les produce estar velando por los suyos en la distancia. “Se nos parte el corazón”, explica Ramyar en declaraciones a este diario. Ramyar se encontraba ya en Estados Unidos cuando los talibanes llegaron a Kabul y tomaron el poder el 15 de agosto de 2021. Por aquel entonces cursaba un master en el país norteamericano y siguió con intensidad lo que iba ocurriendo, a pesar de la distancia.

Ahora, dos años después, forma parte del consejo de mujeres y aprovecha su conocimiento en el mundo de las oenegés y el activismo para tratar de dar forma a estrategias de ayuda a personas que siguen atrapadas en Afganistán.

Defensa de los derechos básicos

“Uno de mis principales cometidos es amplificar la voz de las personas oprimidas para que llegue a la comunidad internacional. Por ejemplo, apoyo a mujeres jóvenes para que participen en debates sobre lo que podrían hacer las mujeres afganas en el contexto actual para cambiar las circunstancias y encontrar formas de defender sus derechos básicos”, cuenta la abogada, que también forma parte de la junta asesora de la ONU Mujeres, a la que asesora sobre cuestiones relacionadas con Afganistán.

Todas y cada una de las mujeres que forman parte de este grupo tienen misiones distintas cuyas finalidades convergen. Anisa Shaheed ha dedicado su carrera periodística a denunciar la opresión talibán con ímpetu y a continuar dando voz a la mitad de la población que la perdió con el ascenso al poder del grupo extremista. 

Esta tarea de representación le ha valido numerosos y prestigiosos reconocimientos. “Quería estar presente donde hubiera un problema, y hacer llegar esa voz y esas noticias”, dijo hace un par de meses cuando recibió el premio del Centro Internacional para Periodistas (ICFJ).

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