Un novelista de Cee
Ramón Trillo, jurista de reconocido prestigio, aborda ocasionalmente asuntos como el del presente artículo. La lectura de las dos últimas novelas del también gallego José Manuel Otero Lastres, le ha permitido descubrir unas conexiones entre ellas en las que nadie había reparado hasta ahora. Se trata, como dice él, de “la relación desviada entre consciencia y conciencia”. En ‘El abrecartas de Jade’, el protagonista es consciente de la objetiva gravedad social de un tremendo hecho que se le puede imputar pero, carente de conciencia afectiva, lo asume con la fría reacción de poner los medios para que nada le sea reprochado. En ‘El afeitador de muertos’, una novela anterior, el protagonista tiene un accidente inevitable conduciendo, en el que fallece su mujer. Consciente del horror del resultado mortal, la conciencia le distorsiona el hecho causante, asumiendo la plenitud de una culpa que no había sido suya.

José Manuel Otero Lastres / Víctor Echave
Acontece que Ovidio Tenreiro de Prado, coruñés, como sus padres, Eduardo Tenreiro Cervigón (ingeniero industrial por los Tenreiro descendiente de militares y por los Cervigón de navieros, y de Amparo de Prado y Dávila y, por los Prado, línea de doctores en Medicina y por los Dávila Marquesa de Lamián, título otorgado por el rey Carlos II), a pesar de tan relevantes, ”no era muy agraciado físicamente”, pero tampoco feo, perteneciente al “nutrido grupo de los invisibles”, lo que no obstaba para ser poseedor de “un coeficiente de inteligencia muy alto”. Acontece, como digo, que estas prendas no le privaron de que en una estancia fugaz en Antigua, de Guatemala, uno de esos sitios donde lucen espléndidos los restos de la huella imperial de España, se encaprichara de un precioso abrecartas —“un estilete con hoja maciza y robusta de plata fina y guardamanos de idéntico metal formado por dos brazos en cruz trenzados rematados por sendas esferas…el mango de jadeíta verde manzana…que terminaba en su parte superior por una gruesa lágrima de jade imperial de color uniforme, intenso y translúcido, enmarcada por un cordón de plata”— que adquirido a robusto precio pagado en dólares, será la inquietante pieza que, salida a escena en los principios de la novela que en homenaje a ella, así se llama, El abrecartas de Jade, se mantendrá sin presencia en lo mollar del desarrollo de su rico argumento, hasta su decisiva aparición en el crudo acto que consumará el drama que se describe en el relato.
Una obra nítida, escrita con la precisión del jurista y el gusto por el lenguaje del literato, así como el recreo en la descripción del entorno natural de la tierra y la mar gallegas, de un autor cuya no olvidada primera excitante mirada a este mundo en su Cee natal lo fueron el cabo Fisterra y A Costa da Morte, todo ello enmarcado en los perfiles políticos y sociales de la Galicia y de la España contemporáneas.
Las claves morales del relato serán la carencia de sentido de culpa del protagonista, su dificultad de sentir algo por alguien y su matrimonio con María Rosa, una mujer de clase social inferior a la suya, en cuya relación él mismo acaba reconociendo que lo que había creído que era amor, había constituido en realidad una simple y encendida pasión carnal.
Consciencia y conciencia desconectados: muy inteligente, Ovidio es consciente de la objetiva gravedad social de un tremendo hecho que se le puede imputar, pero carente de conciencia afectiva, lo asume con la fría reacción de que su actitud ha de ser la del minucioso artesano que se afana en poner los medios para que nada le sea reprochado y en la exposición de estos medios, el autor se muestra tan magistralmente minucioso, como el protagonista en ponerlos en práctica. Nunca, ni en su muerte, Ovidio sentirá dolor o remordimiento en la rutinaria y gris vida que lleva, a pesar de su envidiable condición de hombre hacendado, alto funcionario y, de premios de honor, Marqués de Lamián y portador del mismo nombre que el del descarado y vividor poeta romano Nasón.
El ceense José Manuel Otero Lastres no es la primera vez que acerca su literatura al tema de la relación desviada entre consciencia y conciencia. En una novela anterior, El afeitador de muertos, más breve que El abrecartas..., pero no menos intensa, aquella relación también la desenfoca el protagonista, pero en un sentido exactamente inverso al de Ovidio: Jorge Lavandeira, un médico en pleno disfrute del éxito en el ejercicio de su vocación de cirujano en A Coruña, tiene un accidente inevitable conduciendo, en el que fallece su mujer. Consciente del horror del resultado mortal, la conciencia le distorsiona el hecho causante, asumiendo la plenitud de una culpa que no había sido suya, lo que le lleva a arruinar su vida, que concluye en Cartagena de Indias en el triste oficio de afeitador de los muertos de una morgue.
Hay en ambas obras unas notas comunes que derivan –a mi parecer– de una doble condición natural muy querida por Otero Lastres: la primera, su galleguidad, el alma gallega que habita en su fornido cuerpo; la segunda, la de no ser gallego del interior sino de la costa, de la que mira a poniente, a la América hispana que allá nos espera, mar en medio.
Es esta mirada la que determina que en las dos novelas América sea una presencia. En El abrecartas deJade, inicial, pasajera, pero muy gozosamente invocada. En El afeitador de muertos, sin embargo, centro fundamental del relato, allí sucederá la larga decadencia de Lavandeira, en Cartagena de Indias, joya viva de lo que allá hizo España.
El alma gallega de Otero Lastres también asoma en el homenaje que rinde a la de los dos protagonistas. Para los dos hay un llamamiento último a la vivencia de las almas de los difuntos, que en la tradición de Galicia son de tanto transitar entre los vivos.
Al espíritu de Jorge Lavandeira, el que exacerbaba una culpa que consideraba irredimible, lo obsequia el autor con un despliegue de realismo mágico, luminarias de los espíritus de los cuerpos que había afeitado, que venían a arroparlo en su tránsito a la morada en que ellos ya habitaban.
Más cruda la despedida de Ovidio, el incapaz de afectos, pero si capaz de que quizás su alma hubiera escuchado la canción La muerte no es el final, que un pelotón del ejército había entonado ante su cadáver y el de otros fallecidos en la pandemia. Casi como cuando vivo, escuchaba cantar a Pucho Boedo.
Dos novelas más galdosiana una, ambientada en una bien descrita sociedad burguesa, y más barojiana, aventurera, la otra, pero las dos ligadas conceptualmente por las contrapuestas actitudes de sus singulares protagonistas a la hora de percibir la culpa y las dos escritas –repito–, con la precisión del jurista y la galanura del literato y sin abandonar nunca un intenso aroma de galleguidad, que se hace explícito cuando el autor, al poner en contacto, allá en Cartagena de Indias, a Lavandeira con otra despeñada de la vida, Maruxa, escribe: “Lo de ser gallega les iba a permitir a ambos un alto grado de comunicación, porque iban a poder convivir en el difícil mundo de los sobrentendidos tan propio de Galicia y que tan incomprensible les parece a los que no son de allí”.
En todo caso, un tema universal, visto con la mirada alta de quien comprende y, a mayores, sabe a partir de ahí imaginar y describir lo que imagina.
El abrecartas de Jade
José Manuel Otero Lastres
Magistrado jubilado del Tribunal Supremo. Ex presidente de la Sala Tercera
El afeitador de muertos
José Manuel Otero Lastres
Publicaciones Arenas, 229 páginas
Almuzara, 144 páginas
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