Francisco, venido de lejos, siempre cercano
Francisco JoSÉ PRIETO
Siempre me impresionaron aquellas palabras que el cardenal de Buenos Aires, Jorge Mario Bergoglio, ofreció en una de las congregaciones generales antes del Cónclave del año 2013, en concreto en la penúltima, que tuvo lugar en la mañana del sábado 9 de marzo. Horas antes de ser elegido Papa, el cardenal Bergoglio regaló al entonces cardenal Ortega, arzobispo emérito de la Habana (Cuba), el manuscrito con las palabras allí pronunciadas sobre el perfil del Papa, del nuevo Obispo de Roma que habían de elegir: «Un hombre que, desde la contemplación de Jesucristo y desde la adoración a Jesucristo ayude a la Iglesia a salir de sí hacia las periferias existenciales, que la ayude a ser la madre fecunda que vive de la dulce y confortadora alegría de la evangelizar». Estas últimas palabras las había tomado de san Pablo VI. La menciono porque es preciso conocer a Bergoglio para entender lo que fue Francisco.
El texto del entonces cardenal de Buenos Aires se puede calificar como una descriptiva autobiografía del mismo Papa Francisco: anclado en su fe y sostenido por la oración, fue un peregrino que, con la sola mochila del Evangelio, llevó al corazón de la humanidad el sencillo y necesario bálsamo de la cordura, de la ternura y del gozo celebrado con los más olvidados de una sociedad que se mueve con demasiada prisa sin importarle el precio.
El pensamiento y el proyecto pastoral del Papa Francisco desarrolla una llamada siempre presente en la verdad de la Iglesia desde sus inicios y que el Concilio Vaticano II hizo suya de manera especial, tal como evocan las primeras palabras de la Lumen Gentium (LG): «Cristo es la luz de los pueblos. Por ello este sacrosanto Sínodo, reunido en el Espíritu Santo, desea ardientemente iluminar a todos los hombres, anunciando el Evangelio a toda criatura (cf. Mc 16,15) con la claridad de Cristo, que resplandece sobre la faz de la Iglesia» (LG 1). Es desde aquí, y no desde otras hermenéuticas, como debemos entender al Papa Francisco y su propuesta de una Iglesia salida de sí misma y al encuentro del hombre como «signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano» (LG 1).
Francisco nos proponía la antítesis de una Iglesia concebida como una mera organización de fines piadosos, tranquilamente asentada en la cultura del relativismo. Ahonda en el surco ya trazado por el concilio Vaticano II y que fueron arando progresivamente san Juan Pablo II y Benedicto XVI.
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