A veces lo que parece una ventaja se convierte en un inconveniente. Y la posibilidad que ofrece una serie de televisión de ensanchar la perspectiva de una historia que antes se llevó a la pantalla grande con buenos resultados pueden quedarse en ideas de rebajas si no se toman las decisiones correctas. Pongamos un ejemplo. Joan Lindsay solo necesitó 212 páginas para conseguir una novela de culto con Picnic at Hanging Rock en 1967. En 1975, un cineasta extraordinario llamado Peter Weir se ajustaba a los 115 minutos para convertir la historia de cuatro mujeres desvanecidas en la selva australiana en una joya del cine fantástico.

Dos obras sin fisuras que creaban, en sus distintos territorios, una atmósfera de misterio creciente en un tenso y denso viaje hacia el desasosiego. Se podía esperar que la adaptación televisiva aprovecharía las vías que quedaron sin cerrar por calculada decisión de Weir, pero nada más lejos de la realidad. A pesar de contar con un reparto aceptable y de medios suficientes, El misterio de Hanging Rock proporciona una digestión pesada, aporta información sobre los personajes que no los enriquece y la capacidad de sugerencia de Weir es aquí sustituida por un afán fatigoso por hacer explícitas todas las motivaciones y recurrir a molestos subrayados que intentan poblar las imágenes de simbolismos obvios y rudimentarios brotes oníricos que, lejos de añadir poesía al conjunto, lo hacen pretencioso y distante.

Hay una evidente falta de armonía entre los dos mundos que se pretenden soldar en paralelo al retrato de unos personajes femeninos cargados de sombras, forzando la presencia de algunos en detrimento de otros que se van desdibujando poco a poco. En todo caso, sería injusto no reconocer la belleza que alcanza en ocasiones el nuevo Picnic cuando se esfuerza por construir un lienzo de ensueño, pero no es suficiente premio para aguantar un metraje excesivo que acaba siendo un castigo: al final, importa poco si se resuelve o no el misterio y cuál es el destino de los personajes.

Lo mismo se podría decir, aunque en otro registro, de Condor. Sydney Pollack realizó en los 70 un modélico thriller: Los tres días del Condor. Tenía sus defectos y algunas de sus trampas eran un poco rudimentarias, pero la eficaz dirección del añorado Pollack y un reparto sensacional lograban atrapar la atención del espectador desde el primer momento hasta su inquietante final en el que Robertson le preguntaba a Redford si realmente estaba seguro de que los medios publicarían su versión de los hechos. Además, había un maltrecho romance entre Redford y Dunaway y el personaje de Von Sidow era tenebroso y fascinante. La serie, entretenida si te conformas con poco, está a años luz de la película aunque tenga mucho más tiempo para desarrollar la trama. Un Max Irons que demuestra que no ha heredado el talento de papá Jeremy se las ve y se las desea para intentar sacar adelante un personaje perdido entre paranoias, conspiraciones, secretos y mucho juego de artificio.